La Inmaculada Concepción

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“Virgen de los claveles”, de Rafael Sanzio.

 

por María Teresa Rearte

“La hermosa señora”, como llamó Bernardita Soubirous a la Virgen María, a quien vio en sus apariciones de la gruta de Massabielle, a orillas del río Gave de Pau, en las afueras de Lourdes, en 1858. Allí le reveló su nombre: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Con ese título la venera la fe de la Iglesia Católica, en todo lugar, sea éste imponente o pequeño y sencillo.

La convicción acerca de la concepción inmaculada de María data de muchos siglos, aún antes de las apariciones de Lourdes. Las que se pueden ver como una confirmación celestial de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción, pronunciada el 8 de diciembre de 1854 por el Papa Pío IX. El nombrado definió como verdad de fe que “la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer momento de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano.” ( CIC 491).

A lo largo de los siglos, la Iglesia alentó la segura convicción de que María, la “llena de gracia” por Dios (Lc 1, 28), había sido redimida desde el instante mismo en que fue concebida por sus padres Ana y Joaquín. Esa gracia le viene de Cristo. Es “redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo”. (LG 53) La conciencia cristiana comprendió y manifestó a lo largo de los tiempos y de diferentes maneras, tanto en el arte como en la liturgia y la literatura, que ella es “la figura ideal de la Iglesia.”

María descubre su condición de mujer. Traza un camino. Si se la dejara en la trastienda, oculta entre las sombras, tanto como si sólo se la exaltara en lo alto, se correría el riesgo de dejarla fuera de la historia de la salvación. Ajena a la obra redentora de su Hijo. En cambio, el Evangelio nos invita a gustar su sabiduría al contemplar a María, por ejemplo en la Visitación cuando su prima Isabel le dice: “Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor.” (Lc 1, 45) Y el mismo Jesús explicó el secreto de la verdadera felicidad, ante el sencillo elogio de una mujer que le dice: “¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!”. Pero “él le dijo: Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan.” (Lc 11, 27-28) María, la “llena de gracia” desde la concepción, sería proclamada feliz porque creyó.

Es necesario poner energía en la contemplación, que otorga gozo y esperanza, de tal modo de aprender a ver las cosas desde Dios. “Gustar el Evangelio, decía el cardenal Eduardo Pironio, es sobre todo contemplar la potencia y sabiduría de la cruz”. Sin embargo, la mentalidad del siglo estima que una vida es grande cuando se muestra, sobresale y brilla. Cuando se ocupan posiciones y se tiene, o cree tener, en las propias manos la vida y el destino de los hombres. Más aún, cuando se acumulan poder, dinero y riquezas. Y no es necesario añadir más, porque el escenario público del país es por demás de elocuente al respecto. Por lo que es necesario cuidarse para no estar de parte de los poderosos, en lugar de estar con Cristo y con María.

Hay quienes quieren transformar la Iglesia. Pero antes hay que tener muy en claro su ser y su fin. Personalmente creo que María tiene una misión en esta Iglesia del tercer milenio cristiano. Que es ayudar a reconstruirla de acuerdo con la fe. Una Iglesia que sea pobre, humilde, íntegra. Apasionada y fielmente enamorada de Cristo, el Esposo. Servidora de la humanidad. Por eso, en el agitado mundo en el que vivimos, y en medio de las propias crisis de la Iglesia, necesitamos un espacio para la contemplación.

A la luz de María, la mujer que es la “llena de gracia”, es bueno volver a la simplicidad de saberse amado por Dios. Guardado en el hueco de sus manos.

Y ser feliz.