Presentación de “Bocaditos en palabras”

El destino del mundo se juega en la cocina

Bajo el título de “Bocaditos en palabras” acaba de presentarse la tercera delicia literaria de Graciela Audero, editado por Ediciones UNL y Eudeba. El libro tuvo su reciente lanzamiento en nuestra Alianza Francesa y aquí transcribimos algunos de los sabrosos pasajes que Audero brindó al público en ese acto.

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Graciela Audero. Foto: Archivo El Litoral.

 

Por Graciela Audero

Este tercer libro publicado me interpela. Me hacen y me hago yo misma íntimamente preguntas incómodas cuyas respuestas a manera de confesión paso a compartir con ustedes:

1) La pregunta más incómoda es ¿por qué escribo? No lo sé muy bien. Ni siquiera sé si tengo demasiado interés en saberlo. Creo que escribo porque leo, por volver a las lecturas que me gustan, para aprender, para combatir el aburrimiento, para corregir mi inclinación a la haraganería, para tener la ilusión de seguir siendo estudiante o sentirme una jubilada activa.

Sí sé que escribo porque disfruto escribir libros de libros, cada uno es como un desprendimiento de la gran felicidad que me da la lectura; cada uno es también como el complemento indispensable de mis lecturas, como la reescritura de los textos que me gustaron pasados por el tamiz de lo que sentí, comí, bebí, cociné y viví. Tal vez porque no puedo emular a los cocineros ni a los críticos gastronómicos, hago lo que me resulta más factible: reescribo historias sobre la alimentación, la cocina y la gastronomía.

2) ¿Cuándo surgió mi interés por estos temas hasta volverse entusiasmo gozoso? Es una pregunta más cómoda que puedo responder con precisión. En una inesperada evocación de recuerdos personales y profesionales, descubrí con nostalgia y añoranza que fue en París, en 1971, gracias a dos tipos de lecturas. Por un lado, los libros de Jacques Le Goff, Claude Lévi-Strauss y Roland Barthes y, por otro, los artículos de los críticos gastronómicos James de Coquet (en el diario Le Figaro) y de Robert Courtine (en Le Monde). Me quedé encantada con las crónicas de estos periodistas, descendientes de Brillant-Savarin y Grimod de la Renyère. Me deslumbré con sus relatos donde mezclaban datos históricos y literarios sobre restaurantes y recetas, descripciones de mesas refinadas y juicios sobre menús glamorosos que tenían reminiscencias de la cocina de Escoffier. Eran sólo placeres lingüísticos porque yo me alimentaba únicamente con los platos del restaurante universitario. En 1971, Francia todavía no se regía por los preceptos de la Nouvelle Cuisine, y Argentina no practicaba la crónica gastronómica. Entre nosotros la cocina aparecía en la televisión, en diarios y revistas, pero exclusivamente a través de recetas destinadas al público femenino. Aquellos libros y crónicas como aquella convivencia con una cultura distinta de la mía me permitió descubrir la variedad de usos y costumbres de la mesa, la diversidad de productos y platos, y comprender que alimentarse, cocinar, compartir una comida, son acciones que se despliegan más allá de su propio fin, que sustituyen, resumen o remiten a otras conductas, y que por eso mismo son signos dice Roland Barthes.

Qué, cómo, con quién, por qué comemos un plato y no otro resulta de una pluralidad de motivos culturales, sociales e históricos.

La pizza empezó siendo un plato italiano para pobres y hoy es un best-seller planetario; comer solo era un signo de distinción para los monarcas absolutos, pero hoy indica que se es muy pobre o que una vida frenética no deja tiempo ni para comer; la polenta, de plato único y popular en los conventillos argentinos hace un siglo, terminó transformándose en ingrediente de creaciones gourmet: “polenta grillada con queso Taleggio y ragout de hongos” como entrada; “conejo con polenta y mascarpone” como plato principal.

Como profesora de Lengua, también me sedujo y me seduce la jerga sofisticada y poética, original y desconcertante de la gastronomía y la enología. La retórica eficaz de los expertos nunca reemplaza el gusto de un buen plato ni de un buen vino, pero logra tentarnos... procurarnos un gozo verbal que contribuye al gozo sensorial. Por ejemplo, de un vino blanco dicen: “Emergen aromas desconocidos: lychee, miel, jazmín y nardos, y texturas poco exploradas en donde la tersura gana espacio frente a la carnosidad y en donde la acidez y la frescura son el ABC para la boca, con chispa y buen nervio”

3) ¿Por qué considero importantes la alimentación y la cocina?

Porque plantean cuestiones fundamentales de la cultura. La cultura se origina cuando el hombre empieza a usar el fuego en la cocina. No existe sociedad humana sin lenguaje ni tampoco sin cocina.

(...)

En las páginas de Bocaditos en palabras se entrecruzan la ruta de las especias con el amor legendario de Salomón y la reina de Saba surgido del negocio de las especias y la seducción de Cleopatra entre nubes de incienso y mirra; la elegancia de andrones griegos y triclinios romanos con la tríada alimenticia de la Antigüedad: aceite de oliva, pan y vino; la abundancia del país de Cucaña, utopía europea medieval, con el país de Jauja, fábula de la América colonial; el intercambio de productos entre América y Europa en la Edad Moderna; y también recetas literarias se entrecruzan con los gustos culinarios de escritores; la glotonería de Diderot, el refinamiento de Voltaire, la avidez de Simone de Beauvoir y los menús que Lucio V. Mansilla compartió con gauchos y con los indios ranqueles. Además, breves meditaciones sobre las costumbres posmodernas del mundo globalizado que enfrentan platos globales y platos locales. Para concluir que a la tensión entre platos globales y regionales los argentinos la resolvemos incorporando fast-food, cocina étnica, molecular, nikkei, de autor... pero nuestros preferidos siempre son las empanadas, los tallarines, los asados y los postres con dulce de leche.

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“Naturaleza muerta con pejerreyes” (1866), de Cándido López.