¿Hacia dónde va el cristianismo?

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“El Cristo de Minerva”, de Miguel Ángel.

por María Teresa Rearte

La situación del cristianismo a esta altura del tercer milenio presenta diversos interrogantes para las comunidades cristianas, teniendo en cuenta los diferentes contextos sociales, políticos, culturales y espirituales del mundo.

Si pensamos en la renovación que significó el Concilio Vaticano II (1962-1965), así como el desenvolvimiento del movimiento ecuménico y los cambios en la conciencia de la fe, advertiremos que nos encontramos ante un gran desconcierto, como producto del pluralismo cultural, las complejas urgencias histórico-políticas que se dan en el mundo, y las diferentes experiencias espirituales y religiosas del presente.

La Iglesia Católica sabe de la oposición en la que se desenvolvió el ministerio de Pablo VI. También Benedicto XVI encontró oposición en la opinión pública, a la que se sumó el vacío de los medios. Actualmente, un entusiasmo fácil de apreciaciones volátiles que abundan en esos mismos medios, no logra disimular que el Papa Francisco afronta resistencias en el interior de la Iglesia. Y que más allá del ruido por el “Papa argentino” habría qué preguntarse: ¿cuánto queda de su prédica en la conciencia de sus connacionales, de los que pedían audiencias y buscaban “la” fotografía que mejor sirviera a sus intereses? ¿O hasta qué punto el mundo adhiere a sus exhortaciones?

Se dice por ejemplo que el Papa Francisco es “poco teólogo”, así como antes se decía que Benedicto XVI era “demasiado teólogo”. Y a nadie se le escapa que el cristianismo atraviesa un período de baja marea. La cual no quita que, más allá de las debilidades humanas, de los escándalos que sacuden a la Iglesia, así como del desgaste derivado de la exposición mediática, también haya una presencia testimonial, que tiene que ver con la fe que no se publicita. Pero que, silenciosamente, existe. Y llega incluso hasta el ofrecimiento de la vida en el servicio de Cristo y del Evangelio.

El cristianismo no es una ideología, es fe, la cual no consiste en el acuerdo intelectual con una doctrina, aunque implique también esa concordancia, sino que se trata de la aceptación de un acontecimiento. La Iglesia no puede basar su proceder en un cambio de “líneas”, como si se tratara de un partido político. El rumbo que hay por delante no está escrito por anticipado. Y no sirve detenerse frente a lo desconocido diciendo que es un misterio, porque la fe no es un punto de llegada. Sino que se trata de una fuerza, que lleva a creer y superar la tentación de desvalorizarlo todo, y busca continuar el camino a pesar del cansancio.

Oriente es como la patria espiritual de los cristianos, desde donde el mensaje se propagó primero por el mundo grecolatino. Y después por el universo. Y si Europa oriental es el ámbito natural de los cristianos orientales, el oriente asiático es la cuna y el espacio de difusión de grandes tradiciones religiosas, con las cuales hoy el cristianismo tiene que dialogar. La pregunta de fondo que late en este diálogo tiene que ver con la singularidad de Cristo, con relación a la salvación de los hombres.

El tiempo litúrgico de Adviento es para la reflexión sobre Dios que crea. Y que al crear se revela Él mismo, tal como lo profesamos en el Credo. Pero es también reflexión sobre el hombre. “El Adviento significa la Venida. Si Dios viene al hombre, lo hace porque en el ser humano ha puesto una dimensión de espera, por cuyo medio el hombre puede acoger a Dios...” (Juan Pablo II, Audiencia Gral. del 6/12/1978).

Profundizando en los acontecimientos, todo indica que el cristianismo no volverá a ser una religión de masas. Por lo que estaríamos en los tiempos del “grano de mostaza” (Mt. 13, 31-32). El que, con el correr del tiempo, llega a ser un gran árbol. Lo que debe motivar el testimonio tanto como la vocación misionera de los cristianos.

Las personas y los grupos pequeños de los creyentes en Cristo no deben dejar que sus energías se desgasten. Tampoco hay que perder la dimensión trascendente de la vida. Éste es el momento para atizar el fuego de la fe. Salir al encuentro del Señor que viene. Y dejarnos alimentar por la verdad que proviene de la escucha de Dios.