OCIO TRABAJADO

Un fulbito

Un fulbito
 

Estanislao Giménez Corte

[email protected]

http://blogs.ellitoral.com/ocio_trabajado/

I

El niño acaba de impactar la pelota con inesperada precisión (digamos que con su empeine o con la “cara interna” de su pie) y la bola rueda hasta su amigo y llega mansa, después de trazar una curva. El niño gira y mira a los lados y en su rostro hay una alegría, una satisfacción, la búsqueda de aprobación, de una complicidad; hay el descubrimiento de un punto muy menor pero revelador sobre el funcionamiento físico de la materia, que va a quedar impreso en su memoria para siempre. Desconozco si la psicología o cualquier otra disciplina ha acertado alguna vez a explicar la sensación que produce, en una persona cualquiera, este pequeño acto: ¿qué sucede en el cuerpo y más aún en el ánimo, al momento de golpear con los pies una pelota en una dirección más o menos específica, con una potencia más o menos establecida, con una intención más o menos preclara? En los varones especialmente, el fútbol (pero también otros deportes) tiene una cosa que podemos llamar exageradamente atávica y hasta prehistórica: la necesidad del desafío y de la imposición física, de la inteligencia aplicada en tratar de conseguir una ventaja en el cuerpo a cuerpo, de la fuerza usada para sortear un obstáculo. En el fútbol por placer la preocupación no es tanto por ganar (salvo en espíritus más bien mezquinos) sino la obtención de algo que no dura nada y nos parece hermoso en el mientras tanto: la pretensión de que nuestro cuerpo y la esfera entren en mágica sintonía; que a una intención le suceda un resultado; que uno y otra, que cuerpo y pelota, se correspondan como en el acto amoroso (se mimeticen, se fusionen, se encuentren) y del entrevero salga algo.

II

Estas acciones que llevamos encima desde siempre, la de patear, la de correr, nos habilitan una pequeña felicidad: la de lo lúdico. Aun en la adultez, cuando alguna vez acertamos, nos viene como desde el fondo del estómago un reflejo de aquélla, que es idéntica, que es la misma de la primera patada. Ya luego, un poco intoxicados por ciencias y teorías, atribuimos la orden que baja del cerebro a los miembros inferiores sólo a una necesidad de descarga química de adrenalina. Pero allí también está la catarsis, que en el deporte suele originar hermosas combinaciones de arte y destreza física (pensemos en los casos de Maradona, Zidane o Francescoli, en esa elegancia cercana al ballet o a la acrobacia de sus mejores momentos) o la pura necesidad de transpiración que nos exige el cuerpo en tanto animales. La acción de pegarle a una pelota implica, claro, un cálculo automático de fuerza, espacio, distancia (y tiempo cuando jugamos, ya que sacar una milésima de segundo de ventaja decide nuestra suerte). Pero el cálculo es puramente intuitivo y depende de una serie de procesos que vamos incorporando naturalmente.

III

Nosotros (hombres) tan cercanos a veces a las conductas simiescas, y a veces tan inmaduros, jugamos al fútbol toda la vida con amigos y desconocidos; y con unos y otros discutimos escandalosa y amargamente; y nos insultamos y nos peleamos “en” el ámbito del partido, en una especie de acontecimiento tribal que acaba en el famoso “tercer tiempo”, una versión contemporánea del banquete que sirve para la borrachera y la ingesta pero también, y sobre todo, para limpiar los recelos del propio partido y para la reconciliación colectiva. Así es tradición que una vez concluida la compulsa, ninguna amistad verdadera se quiebra y al correr de las voces el pesado episodio de recién se convierte casi inmediatamente en anécdota, en historia reciente, en narración fantástica, en ciencia ficción, en literatura; con sus múltiples episodios risibles o terribles: el golazo de uno, la incapacidad del otro, la lentitud del otro, la avaricia del otro, que son recreados una y otra vez en muecas cómplices, con formas burlescas de la parodia y la comedia. El fulbito es esencialmente democrático: no distingue entre gordos, petisos, pelados, torpes, muy viejos, muy jóvenes, habilidosos, locos, gritones, callados, trastornados, duros, llorones: todos son bienvenidos al rectángulo. Cada uno conoce rápidamente la destreza del otro (o su ausencia) y todo se acepta, en el reparto más o menos equilibrado de dotados y “perros”, a los fines justamente de que el partido sea, como tal, una disputa pareja. Todo se perdona, sí, menos la falta de entusiasmo o ganas, que en la lengua del fútbol recibe otro nombre: huevos. Se perdona, entonces, que uno no esté iluminado para el juego (o que nunca lo haya estado) pero no que no “ponga”, aunque ello signifique correr aparatosamente como un poseso o hacer una infracción tras otra. De esta forma, ilustres pataduras han llegado a jugar en grandes equipos. En una quinta, en un potrero, en un club, todo el tiempo, vemos combinados, armados para la ocasión, partidos hechos sólo por y para el mero juego. Allí, en un rango etario amplio, se amontonan tipos de todo peso, color, extracción, formación, trabajo, moral o amoral, situación sentimental, estado físico, que se empeñan en correr, en pasar, en chocar, en saltar; en ejecutar acciones que les son más o menos ajenas en sus rutinas. Monos peleándose, niños reconciliándose, todos sospechamos que necesitamos cada tanto de esa expectativa, de ese nervio, que viene posiblemente del día aquél en que nuestro antepasado se irguió por primera vez y se puso como objetivo conseguir algo antes de que llegase otro.