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“Leer Lolita en Teherán”

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Azar Nafisi, autora de “Leer ‘Lolita' en Teherán”. Foto: Archivo El Litoral

 

Enrique Butti

Ocho mujeres iraníes se reúnen a escondidas, para leer algunas novelas consideradas peligrosas, imperialistas, decadentes, antirrevolucionarias. Son siete muchachas jóvenes convocadas en su casa por una profesora de Letras. Estamos en 1995 y el asunto es arriesgado, si bien las reuniones semanales no pasan de ser conversaciones sobre inofensivas obras de ficción. O quizás no tan inofensivas, porque las mañanas de los jueves se convertirían para esas mujeres en la única posibilidad de respiro y libertad en un sociedad opresiva.

Azar Nafisi había sido profesora de Letras desde 1987 en la que se consideraba la universidad más liberal de Irán, la Universidad de Allameh Tabatabai. Alguien del Ministerio de Enseñanza había preguntado si los profesores de Allameh se creían que estaban viviendo en Suiza. El sarcasmo provenía de que Suiza se había convertido en paradigma de laxitud occidental; cualquier acción o esquema considerados antiislámicos se rechazaban con el sarcasmo de que Irán no era Suiza. Por supuesto que no.

Pero un día la profesora no soportó más las exigencias y el control sobre la indumentaria, el comportamiento, los programas de estudio, los gestos, los pensamientos. “Como cualquier otra profesión”, cuenta Nafisi, “en la República Islámica la docencia estaba supeditada a la política y sometida a leyes arbitrarias. La alegría de enseñar siempre se veía nublada por las distracciones y consideraciones a las que el régimen nos obligaba: ¿cómo podía alguien enseñar bien cuando la principal preocupación de los directivos de la universidad no era la calidad del trabajo del personal docente sino el color de sus labios o la carga subversiva de un simple mechón de pelo? ¿Alguien podía concentrarse en sus tareas cuando lo que preocupaba a los profesores era cómo eliminar la palabra ‘vino' de una novela de Hemingway o si debía omitir a Emily Brontë del programa porque parecía excusar el adulterio”. Nafisi presenta su renuncia, pero no se la aceptan, porque como le dice un amigo: “Son ellos que deciden cuánto tiempo debes quedarte y cuándo deben prescindir de ti”. Tardaron dos años en reconocer su dimisión.

Y entonces decide dictar un seminario secreto en su casa. En la primera reunión la profesora explica que la selección de las obras que leerían se fundaba en gran parte sobre la fe que sus autores habían manifestado en el crítico y casi mágico poder de la literatura, y recuerda al autor de Lolita, Vladimir Nabokov, que a los diecinueve años, durante la Revolución Rusa, no había permitido que el zumbido de las balas lo distrajera de la escritura de sus poemas. “Vamos a ver si setenta años después nuestra fe desinteresada nos recompensa transformando la triste realidad creada por esta otra revolución”.

Y a medida que avanza el seminario y las páginas de Leer “Lolita” en Teherán se describe lo que significa esa revolución, de la que la propia autora se siente responsable debido a sus luchas juveniles: “Entre el 16 de enero de 1979, día en que el sha abandonó el país, y la vuelta de Jomeini a Irán, el 1º de febrero, hubo un breve período en que tuvimos un jefe de gobierno nacionalista, el doctor Shahpour Bakhtiar. Él era quizá el político de ideas más democráticas y el que tenía más visión de futuro de entre todos los líderes de la oposición de aquella época”. Pero en lugar de apoyar a este hombre todos (“yo incluida”, escribe Nafisi) pedían radicalizar la destrucción de lo viejo, y el resultado fue “reemplazar la dinastía Pahlevi por un régimen mucho más reaccionario y despótico... El jubiloso ambiente de celebración y libertad que había seguido a la caída del sha, dio paso a la aprensión y al miedo; el régimen continuó con las ejecuciones y los asesinatos. Las bandas espontáneas de militantes que aterrorizaban las calles impusieron una nueva justicia paramilitar... Fueron destituidos laicos y liberales. Cada día se volvía más virulenta la retórica del ayatolá Jomeini contra Satanás y sus agentes infiltrados...”. Más tarde vendrá la Guerra Irán-Irak (1980-1988), la muerte de Jomeini y el exilio de Nafisi.

Desde luego, el principal tema de discusión en esas reuniones de los jueves será la situación represiva de la mujer, simbolizada en la imposición del velo: “Decretada por el sha Reza en 1936, la prohibición del velo de las mujeres había sido un símbolo polémico de la modernización, un indicio evidente de la debilidad del poder religioso. Resultaba fundamental para los clérigos gobernantes recuperar aquel poder”.

La primera obra que comentan es Las mil y una noches; después: Lolita; El gran Gatsby, y varias novelas de Henry James y de Jane Austen.

Lolita, recordemos, es la larga confesión que hace un hombre obsesionado por las jovencitas, que deja Europa por los Estados Unidos y alquila una habitación en la casa de Charlotte Haze, seducido por la visión de su hija Dolores, de doce años, a quien llaman “Lolita”. Para estar cerca de la niña, de la “nínfula”, el narrador se casa con su madre. Un día la mujer descubre a través de unos escritos la verdadera pasión de su flamante marido. Corre a la calle para denunciarlo, es atropellada y muere. El hombre queda a cargo de la jovencita, y el núcleo de la novela es el deambuleo por rutas y moteles estadounidenses de esta singular pareja. La fuga de Lolita con un extraño, su casamiento con un joven, un asesinato y la cárcel cierran la trama.

A diferencia de las múltiples interpretaciones que despertó la novela (hay quienes quieren verla como una gran historia de amor, y no pocos, adhiriendo al punto de vista del narrador, juzgan a la niña como una puerca diablilla, como una avispada seductora), las ocho mujeres de este seminario se duelen de la pobre niña indefensa, capturada y violada: “Lolita forma parte de una especie de víctima indefensa a las que nunca se le concede la oportunidad de contar su propia historia. Como tal, se convierte en víctima por partida doble: además de arrebatarle su vida, también le quitan la historia de su vida. Nos dijimos que participábamos en aquel seminario para no ser víctimas de ese segundo crimen”.

Algo similar sucede con las otras novelas analizadas. Nafisi recuerda cuando propuso en la universidad estudiar El gran Gatsby, la novela de Francis Scott Fitzgerald, y las polémicas fueron tales que la clase decidió poner en escena un juicio al protagonista. Gatsby es un hombre que se inventa a sí mismo, que se enriquece (quizás a través de medios non sanctos) para tratar de reconquistar a una mujer a la que perdió por su baja condición social. Pero una historia como ésta, de un idealista que se enamora perdidamente de una joven guapa y rica que lo traiciona, no convencía a quienes el sacrificio se definía con palabras como “masas”, “revolución” e “islam”. El fiscal pide la muerte, no sólo para este inmoral que intenta comprar el amor de una mujer casada, sino para todos los decadentes estadounidenses y su cultura.

La profesora intenta explicar cómo esta novela, quizás la novela norteamericana por antonomasia, habla del sueño americano. “A nosotros, los que vivimos en países antiguos, que tenemos pasado, el pasado nos obsesiona. Ellos, los americanos, tienen un sueño: sienten nostalgia del futuro prometido”.

Y así, es en esos momentos, cuando oímos a estas lectoras especular sobre las heroínas y las víctimas de Nabokov o James o Austen, cuando este libro (mezcla de testimonio, ficción y ensayo) alcanza sus mejores momentos, cuando ilustra con fuerza ese poder mágico y consolador de la literatura, y muchas interpretaciones que probablemente nosotros no hubiéramos hecho se revelan plausibles y legítimas.

Desde luego, para que esa magia suceda es necesario, por un lado, que la obra en cuestión sea realmente artística, y por el otro, que el lector sea realmente activo, más allá de que su lectura esté signada por su historia y sus circunstancias. Nafisi podría haber apelado a lo que Edith Wharton escribía a propósito de los grandes libros y del lector creativo, no mecánico: “El valor de los libros es proporcional a lo que podríamos llamar su plasticidad: su cualidad de ser todas las cosas para todos los lectores, de poderse modular de diversas maneras mediante el impacto de formas de pensamiento frescas”.

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