Crónicas de la historia

Del caso “Zeta” al caso Nisman

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Costa-Gavras, Alberto Nisman e Ives Montand.

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por Rogelio Alaniz

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Los crímenes del poder nunca se esclarecen. La oscuridad es su condición. Incapaz de probar su inocencia, el poder recurre al beneficio de la duda para liberarse de sus culpas. La duda en estos casos es el beneficio de quien se vale del poder para sostener su impunidad. Así fue antes y así es ahora. Al crimen político no lo inventamos los argentinos, pero en el país que hizo del terrorismo de Estado una práctica macabra, algunos méritos hemos realizado.

Esclarecer la muerte de Nisman será una tarea difícil, por no decir imposible. Los esfuerzos de Sandra Arroyo Salgado son valiosísimos porque se acercan a la verdad, pero el camino a la verdad en estos casos siempre será, por definición, escabroso. Por lo pronto, es mucho lo que sospechamos y poco lo que sabemos. O tal vez sabemos todo pero no nos terminamos de hacer cargo.

En este contexto, es previsible que el escepticismo en estos pagos y con estos temas pueda llegar a ser un acto de resignación, cuando no un higiénico ejercicio espiritual. El objetivo del poder es en todos los casos instalar la duda; mientras que para la opinión pública la duda es apenas un punto de partida, el paso previo a la certeza, la certeza de que el crimen se cometió desde el poder.

El crimen político estimula la memoria histórica, la sospecha de que lo que padecemos hoy ya lo padecimos antes o lo padecieron otros en otras tierras. Recuerdo al respecto la película “Zeta”, dirigida por Costa Gavras, con guión de Jorge Semprún y música de Mikis Teodorakis. “Zeta” narra el asesinato del diputado opositor Grigoris Lambrakis que ha acorralado al régimen de Karamanlis con sus denuncias. Lambrakis es asesinado en Salónica por un sicario a la salida de un acto público. Todos saben o sospechan que el diputado fue asesinado, pero la versión del poder es que en realidad al desdichado legislador lo atropelló un auto o una moto. Así son las cosas en esta vida: los que denuncian las tropelías del poder se distinguen porque cruzan la calle sin mirar o de pronto deciden suicidarse un domingo a la caída de la tarde.

El suicidio suele ser una excelente excusa para eliminar al enemigo. Es un recurso eficaz y elegante. El único que puede desmentirlo es el muerto, pero ya se sabe que los muertos no hablan. Se sabe, además, que los hombres se suicidan. Angustia, soledad, tristeza; en algún momento alguien decide quitarse la vida. Albert Camus alguna vez escribió que el suicidio es el principal problema de la filosofía. En la Argentina, ahora sabemos que también puede llegar a ser el principal problema de la política.

La Argentina de hoy es muy diferente a la Grecia de 1963; Milani no se parece a los coroneles griegos; Larroque, D'Elía y Esteche no son idénticos -tal vez sean peores- a los ultraderechistas del “Croc”, y Nisman no es Lambrakis, pero hay algo que a pesar de las diferencias se sostiene: la lógica secreta del poder, el rol de los servicios de inteligencia operando con impunidad; la irresponsabilidad de un poder político que ha perdido el control de sus perros de presa.

Costa Gavras y Semprún presentaron la película con la siguiente advertencia: “Cualquier parecido con acontecimientos reales, personas vivas o muertas, no es fruto del azar. Es voluntario”. En “Zeta” se presenta al crimen político promovido por la extrema derecha; en “La confesión”, el crimen es auspiciado por la izquierda. Hoy sabemos que los criminales suelen modificar sus atuendos, pero en todos los casos el instinto de dominación y de muerte se mantiene intacto.

Responder si Nisman se suicidó o lo mataron hoy es el interrogante exclusivo de la política criolla. La respuesta discrimina y distingue lo privado de lo público, la decisión individual del crimen de Estado. Nisman no es el primer hombre público que se suicida, pero es el primero cuya muerte despierta dudas tan intensas, dudas que en algunos casos se parecen a la certeza, sobre todo cuando desde el poder los argumentos que se dan se parecen más a los de un culpable que a los de un inocente.

En la Argentina, se suicidaron Leandro N. Alem y Lisandro de la Torre. Se habló mucho de esas muertes, pero nunca nadie asoció el suicidio con el crimen. A nadie se le ocurrió sospechar de Julio Roca o de Roberto Ortiz por la muerte de estos dos distinguidos políticos. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con Juan Duarte, un suicidio -con la diferencias del caso- tan sospechoso como el de Nisman y promovido en un escenario histórico muy parecido.

Y ya que estamos: ¿Por qué no pensar que Nisman puede ser una reedición versión siglo XXI de Juan Ingalinella, el médico rosarino y comunista secuestrado y desaparecido por los sicarios del peronismo que entonces respondían a los nombres de Cipriano Lombilla, Santos Barrera, Félix Monzón y Francisco Lozón? Una Justicia decidida a hacer justicia condenó a los asesinos de Ingalinella. ¿Pasará lo mismo con Nisman? Lo dudo.

Retornemos al presente. Como es de público dominio, al fiscal lo encontraron muerto en su casa veinticuatro horas antes de una denuncia en la que incriminaba a la presidente y a sus principales colaboradores. En esas circunstancias, sospechar de la versión oficial es más un deber que un derecho. El sentido común más elemental así lo aconseja. Se dice al respecto que el sentido común es una forma de conocimiento fundado en el prejuicio. No comparto. En este país, discrepar con el relato oficial más que un prejuicio es un juicio, un juicio de valor. Se puede acordar o disentir con el relato, pero cuando el relato deviene en salvaje la discrepancia es una exigencia ética y política.

Lo grave no es que la gente sospeche del poder, lo grave es que la gente suponga que el gobierno es capaz de cometer un crimen o dar la orden para que se cometa. Esa suposición es lo que le otorga condición de salvaje al tradicional relato populista. No se trata de una imputación individual, sino de una imputación a una red de poder que obedece a su propia lógica.

Como el aprendiz de brujo, el poder ha liberado fuerzas que no controla. La muerte de Nisman en ese sentido puede llegar a ser la consecuencia previsible de una concepción del poder que en algún momento llegó a jactarse de que jugar con fuego y golpear las puertas del infierno es un ejercicio saludable. Las atrocidades cometidas por nuestros servicios de inteligencia no son nuevas ni originales. El gobierno que dice encarnar la causa de los derechos humanos debería saber que no se puede ni se debe invocar la democracia mientras se alienta una suerte de policía secreta propia de los regímenes autoritarios o las dictaduras bananeras.

Lo cierto es que a un mes y medio de su muerte, pocos, muy pocos, creen que Nisman se suicidó y muchos, demasiados, suponen que fue un crimen ordenado desde alguna usina visible o invisible del poder. El reciente informe de la señora Arroyo Salgado viene a poner algo así como un punto final a esa deliberación: Nisman no se suicidó, lo mataron.

Lo que llama la atención del gobierno no es su esfuerzo por distanciarse de esa muerte, sino las torpezas que comete. Comenzando por la presidente, cuyos comentarios se parecen más a las de una cronista en un desfile de modas, cuando no, a una animadora televisiva intentando exhibir un sentido del humor tan dudoso como vulgar.

De la película “Zeta” conocemos el desenlace en la ficción y en la vida real. De la “película” que hoy estamos protagonizando los argentinos ignoramos el fin, pero nos asiste el derecho de pensar que tal como se presentan las circunstancias está muy lejos de ser feliz. “Tengo miedo por lo que le pueda pasar a mi hija”, dicen que dijo Nisman en una de sus últimas declaraciones. Pobre Nisman; no era precisamente su hija la que corría peligro.


El suicidio suele ser una excelente excusa para eliminar al enemigo. Es un recurso eficaz y elegante. El único que puede desmentirlo es el muerto, pero ya se sabe que los muertos no hablan.