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“La conciencia en el cerebro”

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Por Julio Anselmi

Ya Platón (en el Fedón) o Tomás de Aquino (en la Suma Teológica) expusieron la idea de que la mente pertenecería a un reino separado, distinto del cuerpo. Y René Descartes, en el siglo XVII, propuso lo que conocemos como dualismo: la mente consciente estaría conformado de una sustancia inmaterial que escapa a las leyes normales de la física. Y aunque la neurociencia se burló durante un tiempo de Descartes (en 1944 se publicó un famoso best seller, titulado precisamente El error de Descartes), actualmente se lo considera como un científico pionero, “un reduccionista cuyo análisis mecánico de la mente humana, muy avanzado para su época, fue uno de los primeros pasos en la biología sintética y la modelización teórica”. El dualismo que propuso se basaba en el principio lógico de que la libertad de la mente consciente resultaba imposible de imitar por medio de una máquina.

En sus libros visionarios, Descartes presentó una perspectiva mecánica del funcionamiento interno del cuerpo: “Somos autómatas sofisticados”, dijo. Y sin embargo su conclusión era de que existe un alma inmaterial, ya que notó que su modelo mecánico no conseguía formular una solución materialista para las habilidades de nivel más alto de la mente humana. A partir de Descartes y esas consideraciones, el reconocido neurocientífico Stanislas Dehaene realiza un recorrido por esos laberintos apenas transitados que son nuestro cerebro y la posibilidad humana de la conciencia, un conocimiento que, según concluirá, “nos ayudará a resolver algunos de los interrogantes más trascendentales sobre nosotros y también a enfrentar decisiones sociales difíciles e incluso a desarrollar nuevas tecnologías que imiten el poder computacional de la mente humana”.

En La conciencia en el cerebro, que acaba de editar Siglo XXI, Dehaene sostiene que la ciencia de la conciencia ya no es una mera hipótesis. Y así, en el primer capítulo estudia cómo la conciencia entró al laboratorio científico para estudiar fenómenos como las ilusiones ópticas, los “parpadeos” de la atención, la ceguera que puede causar la inatención. Y en los capítulos siguientes: los sentidos y profundidades del inconsciente; utilidad y teorizaciones sobre la conciencia, para finalizar imaginando los posibles usos de los conocimientos que puede aportar la conciencia, como los ya imaginados por la ciencia ficción, entre ellos las máquinas conscientes.

Dehaene nos muestra los sorprendentes descubrimientos de esta ciencia todavía “rudimentaria”. Nos cuenta, por ejemplo, que los bebés presentan las mismas marcas de la percepción consciente que los adultos, aunque la procesan a una menor velocidad. Nos recuerda la hipótesis de Hugo Lagercrantz y Jean Changeux, según la cual el nacimiento coincidiría con el primer acceso a la conciencia; en el vientre materno, el feto “está esencialmente sedado, bañado en una droga que incluye el anestésico neuroesteroide pregnelonona y el inductor de sueño prostaglandina D2 provisto por la placenta. El nacimiento coincide con un gran estallido de hormonas del estrés y de neurotransmisores estimulantes como las catecolaminas...”. También, en los últimos años la investigación reveló una sorprendente sofisticación en la reflexión de los animales sobre sí mismos. “Probablemente no seamos los únicos en saber que sabemos”.

Las cuestiones más urgentes están desde luego relacionadas con las pruebas clínicas. Al respecto hay nuevos estudios que determinan que algunos pacientes que están en aparente estado vegetativo muestran actividad cerebral casi normal durante tareas mentales complejas, lo que sugiere que en realidad están conscientes. Las imágenes del cerebro en funcionamiento han sido claves para dar cuenta de notables experiencias en los sueños, el estado vegetativo, el coma, la recuperación de un ACV o la esquizofrenia. En este campo se cifra uno de los mayores desafíos humanos en el futuro.