CRONICAS DE LA HISTORIA

¿Quiénes mataron a Facundo Quiroga?

19_20150415_cejas.jpg
 

POR ROGELIO ALANIZ

Facundo Quiroga viaja rumbo al norte. Rosas le ha ofrecido una escolta pero él la ha rechazado. En el camino se entera de que el arbitraje que debía realizar será imposible porque uno de los caudillos en litigio degolló al otro. No es de lo único que se entera. En las postas donde se detienen a cambiar caballos les informan que en la provincia de Córdoba los esperan para matarlos. A Quiroga, la noticia no le mueve un pelo. Confía demasiado en su coraje y en el respeto reverencial que inspira.

Después se supo que, efectivamente, la orden de matarlo estaba dada para esos días de diciembre de 1834. El hombre encargado de cumplirla era Rafael Cabanillas, un gaucho ligero para degollar prisioneros indefensos, pero al que le tiembla el caracú cuando le dicen que esta vez tiene que matar a Quiroga. Cabanillas al principio remolonea y trata de eludir la responsabilidad. Pero sus patrones lo aprietan y de alguna manera le dan a entender que si no cumple las órdenes le puede ir peor.

Cabanillas junta a los hombres y hace lo imposible por llegar tarde a Sinsacate, el lugar designado para la emboscada. Finalmente lo logra. Quiroga pasa tranquilo por allí y sigue rumbo a Santiago del Estero donde lo espera el caudillo Felipe Ibarra. Nadie puede creer que Facundo siga con vida. Allí negocia con Heredia, amenaza, ofrece acuerdos, insiste una vez más en que hay que empezar a pensar en redactar una Constitución.

Por su parte, los Reinafé deciden confiarle la tarea a Santos Pérez. Como dice Borges, nunca un crimen se tramó con tanta publicidad. Todos, hasta los changuitos de pata al suelo saben que a Quiroga lo esperan en algún lugar para matarlo. Mientras tanto, el hombre descansa en Santiago del Estero. Los que recuerden esos días de enero dirán que lo veían físicamente disminuido, colérico y apurado por algo, por algo que nunca se sabrá exactamente qué es.

Cuando sale de Santiago del Estero, Ibarra le ofrece reforzar la escolta. Quiroga la rechaza. Todavía no pronunció las palabras célebres que recogerá la historia, pero ya está convencido de que aún no ha nacido el hombre capaz de matarlo. También le han sugerido que regrese a Buenos Aires por otro camino que no sea Córdoba. Inútil insistirle. Pareciera que se empecina en pasar por donde sabe que sus enemigos lo están esperando.

La noche del 15 de febrero es una pesadilla para todos los viajeros, empezando por José Santos Ortiz, su secretario. El único que duerme es Facundo, el valiente, el temerario, el omnipotente. Los rumores hace rato que se han transformado en certeza. La partida tiene la orden de matar a todos; los esperan a pocos kilómetros de la posta Ojo de Agua. Santos Ortiz junta coraje y le insiste a Quiroga de que algo hay que hacer. El Tigre ordena que preparen algunas armas y nada más. La galera sale para Barranca Yaco. Lo demás ya es historia.

La novedad llega a Buenos Aires los primeros días de marzo. No hay televisión, no hay radio, pero la noticia ha circulado por todas las ciudades del país: Facundo Quiroga fue asesinado. A la noticia se le suman los rumores: lo mandaron a matar los Reinafé; detrás de los Reinafé está López. Lo mandó a matarRosas. No, fueron los unitarios. En esos días en los fogones se improvisa una canción popular: “Facundo Quiroga, a la muerte va, dicen que el tirano lo mandó a matar”. Es la hipótesis que recogerá Borges. Rosas, la araña de Palermo, trama la muerte de Quiroga desafiando su coraje. La hipótesis es interesante, pero carece de valor histórico.

Si Rosas lo mandó a matar o no, es algo que nunca se sabrá. Lo seguro es que el Restaurador aprovechará muy bien las circunstancias para conquistar el poder con todos sus atributos. Las muertes, ciertas muertes, a Rosas siempre lo favorecen. Así ocurrió con el fusilamiento de Dorrego, que le permitió llegar al poder con las facultades extraordinarias. Y así ocurrirá con el asesinato de Quiroga, que lo habilitará para disponer de la suma del poder público. Don Juan Manuel sabía muy bien lo que era ir por todo.

Mientras tanto, comienza la función. Los asesinos reales serán castigados. El primer paso fue conseguir el aval de los otros caudillos para exigir que el crimen sea juzgado en Buenos Aires y no en Córdoba, donde los Reinafé ya montaron un simulacro de juicio para liberase de todo responsabilidad. Para la sagacidad de Juan Manuel, estos simulacros provincianos son juegos de niños.

Cuatro meses después de Barranca Yaco, los Reinafé, Santos Pérez y algunos de sus compinches fueron detenidos y trasladados a Buenos Aires. Todos serán juzgados de acuerdo con las leyes vigentes. El tribunal estará presidido por Manuel Vicente Maza, la mano derecha de Rosas y el hombre que cuatro años después será ejecutado por el puñal de la Mazorca. A Maza lo acompañan Eduardo Lahite y Manuel Insiarte. Como para probar que todo se hace respetando las garantías de los acusados, se admite un abogado defensor, el doctor Marcelo Gamboa.

El juicio, con sus preparativos, desarrollo y cuartos intermedios durará casi dos años. Las pruebas contra los Reinafé y Santos Pérez son concluyentes. Aparecen testigos que ratifican las acusaciones y a algunos detenidos se le afloja la lengua. La única esperanza de los acusados se llama Gamboa, el abogado defensor, el hombre que para sorpresa de todos decide tomarse a pecho su trabajo y empieza a presentar escritos que impugnan el juicio, impugnan a los jueces e impugnan las pruebas presentadas con el aval del Restaurador.

Hasta allí llegan sus pretensiones leguleyas. En el Buenos Aires de 1835 no es aconsejable ni mucho menos saludable contradecir a Juan Manuel. Si a estas verdades las ignoraba, Rosas se encargará de recordárselas. Un decreto firmado por su puño y letra califica a Gamboa de atrevido, insolente, impío, desagradecido, bribón y salvaje unitario. Es el punto de partida para poner las cosas en su lugar. Luego llegan las resoluciones: Gamboa no defenderá más a nadie. Y hasta nueva orden tiene prohibido salir de la ciudad, porque si lo hiciera será fusilado en el acto. Por las dudas, se le impide ejercer por tiempo indeterminado la profesión de abogado, se le prohíbe usar la divisa punzó porque no merece ese honor y se le advierte que si el gobierno se entera de que anda sembrando rumores en contra de la Santa Federación, será detenido y antes de ir a dar con sus huesos a la cárcel lo subirán a un burro pintado de color celeste y será paseado desnudo por la plaza. Juan Manuel en estos temas siempre se ha preocupado en hacerse entender.

En abril de 1837, el doctor Maza lee el informe contra los acusados. Una semana después lo hace Lahite. El 27 de mayo, Rosas dicta la primera sentencia; la segunda será el 9 de octubre: pena de muerte para los cabecillas, es decir para José Vicente, Guillermo Reinafé y Santos Pérez. Las ejecuciones se realizarán en la Plaza de la Victoria, el 26 de octubre. Los reos primero son fusilados y luego colgados para escarmiento público, público que, dicho sea de paso, se convoca masivamente para disfrutar del espectáculo que les brinda el Ilustre Restaurador.

Las víctimas mueren con dignidad. El único que da la nota es Santos Pérez, quien unos segundos antes de que dispare el pelotón grita a voz de cuello: “Rosas mandó a matar a Quiroga”. ¿Se puede mentir al pie del patíbulo? Es la pregunta que se hace Sarmiento. No, no se puede mentir. ¿Es así? Más o menos. Por lo pronto, desde el punto de vista jurídico y político el caso se cerró en esa jornada de octubre de 1837. Lo demás queda liberado al campo de las especulaciones, porque bueno es recordar que uno de los rasgos decisivos de todo crimen de Estado, es que la verdad nunca termina por conocerse. Los argentinos del siglo XXI algo sabemos de eso.