• La crispación parece ser el sello en las relaciones interpersonales. Urge rescatar el valor de la palabra como contracara del “todo vale”.

Una sociedad violenta

Un entredicho familiar, una discusión entre vecinos, un incidente en la calle, una maniobra mal resuelta con un vehículo, una respuesta desacertada o un comentario malinterpretado pueden desencadenar un hecho de violencia. El grado de crispación que se percibe en todos los ámbitos sociales hace temer que una pelea pueda terminar con la vida de alguno de los involucrados o de algún desafortunado testigo. Y a la luz de los hechos que a diario recorren las páginas de los diarios de todo el país, y también de la ciudad, no parece un temor exagerado.

Hace algunos días causó conmoción la noticia de un niño de 13 años que, mientras jugaba con otros chicos al “ring raje” en un barrio porteño, fue baleado en la nuca por un vecino. Nadie se explica semejante reacción en una zona donde todos son conocidos. Sin embargo, el hecho fue tal como se describe, de una desproporcionada violencia.

No hace falta ir tan lejos: la cifra de más de 60 chicos baleados que ingresaron el año pasado al hospital Alassia revela que estamos afrontando un momento de furia extrema, que no reconoce límites y termina involucrando a inocentes a quienes se llega a condicionar en su desempeño de por vida.

Los ajustes de cuentas, que ya se cobraron incontables vidas -muchas de ellas muy jóvenes-; los asaltos que terminan en asesinatos, el ensañamiento con que agreden a ancianos en sus propios domicilios en ocasión de robo, la ferocidad de los feminicidios, constituyen sólo algunas muestras de una crueldad excepcional. Verdaderas ejecuciones -derivadas de enfrentamientos entre bandas- ocurren a plena luz del día, y la terrible imagen de un cuerpo tendido en una calle o una vereda recorre los medios y las redes sociales ante una pasividad que asombra, como si se tratara de un hecho natural o aceptable. O como si la muerte fuese más un espectáculo que una tragedia.

Un informe publicado días atrás por el matutino Clarín recogía, además de la valiosa opinión de intelectuales de diversas disciplinas, el resultado de algunos estudios que confirman que nuestro país figura bien arriba en las estadísticas de violencia. Así, de acuerdo con el análisis del Barómetro Americano de la Universidad de Vanderbilt (EE.UU.), el año pasado la Argentina figuraba en el primer lugar dentro de los 21 países del continente en denuncias a la policía por robos, cuarta entre los vecinos que ven cómo se vende drogas en sus barrios, primera en robos en el barrio y cuarta en la escala de víctimas de algún crimen.

El mismo informe aportaba la conclusión presentada por el Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels) sobre violencia institucional y una preocupante cifra de muertes de civiles -sobre todo de sectores vulnerables- a manos de uniformados entre 2003 y 2014, en la Región Metropolitana de Buenos Aires.

El miedo que lleva a una exacerbación de la autodefensa; la desconfianza en el sistema legal que pretende justificar la justicia por mano propia y que encontró en los linchamientos ocurridos durante el año pasado su expresión más sórdida; la aceptación social de ciertas inconductas; la informalidad laboral; el corrimiento de la escuela como espacio de referencia para niños y jóvenes; la opción presuntamente fácil que supone el menudeo en el tráfico de drogas en los barrios más pobres y la falta de una mayor prédica por el respeto y la tolerancia como herramientas de convivencia -contrario a la crispación que también caracteriza al discurso político de las máximas autoridades nacionales- aparecen como posibles explicaciones para este fenómeno que debe llamar la atención y sobre el que es indispensable reflexionar a partir de un discurso que contradiga el “todo vale”.

Asaltos que terminan en asesinatos, el ensañamiento con ancianos y la ferocidad de los feminicidios constituyen muestras de una crueldad excepcional.