el horror, en primera persona

“Pasé meses sin ver la luz del sol, encerrada y encadenada”

A.M.

Ana (nombre de fantasía) tenía 15 años cuando se juntó con su pareja. Enseguida, llegó el primer hijo y al año, el segundo. “No dejaba que me cuidara”, recuerda hoy con la cabeza gacha y la mirada fija en el piso, masticando el estrecho y perverso vínculo entre embarazo y sometimiento.

Tuvieron cuatro hijos. “Todos varones”, agradece y aclara: “Con cada embarazo, lo único que pedía era que no fuera mujer, para que ningún hijo de puta la hiciera sufrir como yo sufrí”.

Primero, su pareja la alejó de su familia y, luego, las amenazas, el encierro y los golpes se volvieron moneda corriente. “Viví encerrada toda mi vida, en una pieza que no tenía ni ventanas. Pasé semanas, meses sin ver la luz del sol, encerrada y encadenada. La puerta con candado, y más allá, otra puerta con candado”, cuenta apretando los dientes, como los apretó durante 12 años de tortura.

Cuando él se iba a trabajar, contrataba a una persona que hacía de carcelera. Ana no salía nunca de su casa, ni para ir a la escuela a buscar a sus hijos. Los gritos desgarradores pidiendo auxilio eran en vano. “Lo único que me rodeaba era la familia de él. Todos sabían, pero nadie hablaba. El día que me desfiguró la cara a golpes, su madre me dijo que lo hacía porque me amaba. ¡Linda manera de amar!”, ironiza con una mueca que se petrifica antes de convertirse en sonrisa.

Ni la panza del último embarazo fue un freno para los puñetazos. Pasó los 9 meses encerrada, sin ningún control médico. Tantos golpes afectaron al bebé en camino y las secuelas se hicieron palpables cuando, a los 9 meses de vida, empezó a hacer caca con sangre. Desesperada por conseguir atención, Ana logró escapar, pero su cuñado la interceptó, le sacó el chico de los brazos y su pareja la llevó a las rastras de vuelta a su calabozo.

Esa noche, la bestia tuvo un rasgo de humanidad: ante las insistentes súplicas, accedió a ir al hospital de Niños O. Alassia. Fue el primer paso a la libertad.

Al bebé tuvieron que operarlo para sacarle parte de los intestinos destruidos por los puñetazos. Se salvó; y su mamá también. En el hospital, una mujer notó la cabeza gacha, la mirada esquiva y el mal aspecto de Ana. Por el contrario, su pareja lucía “muy pitucón” y “chamuyaba a lo lindo”. La mujer intuyó lo peor y se animó a preguntar. Ana confió en ella y le contó su calvario. “Hablá, pedí ayuda que te la van a dar”, la animó.

Y la ayuda llegó. A siete meses del escape de su infierno, por primera vez duerme sin cadenas, en un refugio para víctimas de la violencia, donde vive con sus cuatro hijos. “Quiero independizarme, trabajar y darles una casa a mis hijos”, afirma hoy, con la cabeza un poco menos gacha y la mirada un poco menos esquiva. Del “hdp” -como ella lo llama- no volvió a tener noticias.