En Moscú

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En el Kremlin, campana del Zar Pedro “El Grande”, símbolo del poder.

En esta segunda entrega, el autor describe su recorrido por la mítica capital Rusa y comparte sus sensaciones ante la inmensidad de su arquitectura, sus edificios históricos y la cordialidad de su gente.

TEXTOS Y FOTOS. DOMINGO SAHDA.

 

Con un lento carreteo por la pista de aterrizaje, el avión me dejó en Moscú. Arribaba a un lugar mito de la historia social, política y económica del siglo XX. Se atropellaban en mi memoria cientos de datos obtenidos por lecturas, relatos interpersonales, películas y fotografías que se montaban sobre el entorno inmediato. Mixtura de imágenes subjetivadas con datos de lo inmediato se encabalgaban mientras intentaba conseguir un taxi que me llevara al hotel previamente reservado. Tratando de despejarme del agobio de ofertas desordenadas, monté en un traqueteante auto que me llevó al “Maxima Slavia”, en las afueras de la gran ciudad.

Enormes maceteros florecidos colgaban suspendidos a lo largo de la doble ruta. La misma sólo podía cruzarse cada dos bloques, por debajo de túneles escalonados; inteligente manera de evitar accidentes entre peatones desprevenidos y el rumoroso andar de vehículos individuales y colectivos. En el ingreso al hotel, una joven rusa, en su complejo castellano, me atendió cordialmente. Dejé mis petates y prontamente me largué a caminar por la avenida. Un modesto cementerio a la vera, entre un bosque de abedules, me llamó la atención. A modo de cunas o corralitos de negras rejas, en torno a lápidas que informaban lo necesario. La serenidad, la modestia y el recato distaban años mil de nuestros ostentosos cementerios-mausoleos, esos monumentos de la nada que marcan distancia entre ricos y pobres, ignorando que inevitablemente la muerte iguala y la exhibición manifiesta se vale de este recurso marcando las miserias morales inherentes al poder y al dinero.

LA PLAZA ROJA

Llegar despaciosamente al Kremlin fue un verdadero sacudón. Las murallas, parejas al recorrido del río Moscú, fijaban los límites precisos de la ciudad original de la Rusia Imperial. Se sucedían las iglesias de rito cristiano ortodoxo, de doradas cúpulas resplandecientes, con sus características formas de bulbo que culminaban en cruz de doble cruce.

En la Plaza Roja, el Museo Histórico, con sus magníficas y muy bien expuestas colecciones, relata de algún modo la vida del Imperio en los últimos siglos a través de carruajes, ornamentos, mobiliarios, cristales, etc. La mirada encandilada era atrapada una y otra vez por lo expuesto de ordenada manera. Muy cerca, en la calle-plaza próxima, un monumento recuerda al “Soldado Desconocido” caído en la, por los rusos llamada, Guerra Patriótica (1941-1945). Dos guardias jóvenes, tiesos, apostados en actitud vigilante, por sobre el diseño de una estrella dorada y, encima, a modo de escultura, un gorro militar de alto grado, bronce brillando al sol. A su costado inmediato, un casco de soldado raso sobre un capote, símbolos evidentes que cerraban la conjunción histórica.

A ritmo regular dos soldados apostados recorrían la planta en actitud vigilante. En un ángulo del amplio espacio delimitado, recordatorios florales. Un jovencito, acompañado por su madre, me dirigió la palabra. Le hice saber, en mi modesto inglés, que no comprendía. Fue el disparador para el jovencito que intento practicar su inglés conmigo. La mirada complacida de la madre, orgullosa, lo protegía.

Más allá, pude ver las enormes fuentes del Parque de Alejandro II, con sus cascadas de agua y sus cuadrigas simulando cabalgar entre la espuma, de por sí, un espectáculo atrapante. Fotografié una y otra vez esos magníficos exponentes del talento creador.

Dentro del Kremlin, en una plazoleta, la campana del Zar Pedro el Grande exhibía, a propios y extraños, la idea del poder a través de su descomunal tamaño (ocho o diez veces la altura de un hombre parado). Muy cerca, el Gran Cañón repetía mismo esquema, emblema del poder imperial. Desde una corta distancia aparecía el monumento ecuestre del General Zhukov, héroe nacional que frenó el avance del nazismo hacia Rusia en la Segunda Guerra Mundial. En la plaza, vendedores en sus mesas ofrecían las emblemáticas matrioshkas. Incorporé varias de ellas a mi equipaje. En el curso del próximo río Moscú, un enorme monumento conmemora al Zar en forma de proa de una nave señalando los puntos cardinales. Deje la Plaza Roja luego de recorrer lentamente la basílica, emblema internacional de Moscú, joya arquitectónica dedicada a San Basilio.

NADA ES PEQUEÑO AQUÍ

Lejos de la Plaza Roja, se encuentra el admirable Parque de los Soviets con su enorme ingreso. La fuente alegórica de las naciones es un círculo enorme de estatuas doradas de tamaño mayor a los hipotéticos modelos folklóricos que describían, precisamente, las características distintivas de cada “nación” integrante de los Soviets.

Nada es pequeño aquí. La idea de “miniatura” es ajena a esta cultura. Por horas recorrí los diferentes espacios designados, que sumaban hectáreas. A la distancia, una construcción en forma de aguja se elevaba por muchos metros, memorando la estela ascendente del primer vuelo espacial, el “Sputnik”. En una plazoleta había un grupito de jóvenes punk con sus estrafalarios atuendos, peinados, maquillajes. Tomarles una foto significaba unos cuantos rublos. En las afueras, una bicicleteada se formaba con cientos de presuntos deportistas entusiasmados.

Volví al centro de la ciudad. Recorrí el interior de las Tiendas Gum, enorme espacio que enlazaba por los altos dos calles. Diseño “art noveau” para el primer mercado colectivo que luego fue tomado como modelo para el resto de Europa y América. Se trata de una construcción bella que aúna utilidad con belleza, sin fisuras. Participé indirectamente de un oficio religioso en una bella pequeña iglesia de estilo bizantino. Me remontaba a mi infancia.

El espectáculo teatral que historia el origen de la danza en tierras eslavas, desde el origen prehistórico a la actualidad, me dejó boquiabierto, pasmado ante la calidad y el talento. Con las manos rojas por el frenético aplauso salí del teatro y volví al hotel. Que los subterráneos rusos y sus estaciones sean impactantes, sin fisuras, permitiendo que un extranjero se moviera sin dificultades, es una prueba irrefutable de calidad. Las escaleras mecánicas salvando desniveles, los murales bellísimos, siempre dentro del marco del “realismo ruso”, acaparaban mi interés. La cordialidad de su gente, siempre pronta a ayudar, conmueve.

Retorné al hotel. Al día siguiente, desde la estación del tren Leningradysky, partiría con rumbo a San Petersburgo, la ayer Stalingrado. Pero esa es otra historia.

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Parque de los Soviets. Al costado, la Fuente de las Naciones.

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Plaza Roja y laterales del Museo Histórico.