la vuelta al mundo

Brasil y la corrupción en el PT

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El condenado por corrupción José Dirceu, líder histórico del Partido de los Trabajadores y ex ministro del gobierno de Luis Inácio Lula da Silva. Foto: Archivo El Litoral

 

La corrupción desborda a Dilma Rousseff, pero también lo desborda al Partido de los Trabajadores. Un partido de izquierda -no sé si el PT sigue diciendo que es de izquierda- puede perder popularidad pero si pierde credibilidad está embromado. Y el PT está embromado desde hace rato. Algunos historiadores dicen que en Brasil la corrupción empezó desde que se creó como nación; otros dicen que la corrupción estatal tuvo su mayor expresión en tiempos de Getulio Vargas; la destitución de Fernando Collor de Mello hace más de veinte años fue considerada como el momento en que Brasil decidía terminar con la corrupción. Error. Cuando la corrupción es estructural no se arregla destituyendo a una persona; es más, muchas veces esa destitución es apenas una cortina de humo, una válvula de escape para continuar con los grandes negociados del Estado y la política entre dirigentes políticos, empresarios y funcionarios estatales.

Lo del PT llama la atención porque siempre se supuso que la izquierda era más decente que la derecha y que los corruptos eran los capitalistas; mientras que, por el contrario, los revolucionarios eran virtuosos y justos. Todo esto funcionó con relativa coherencia hasta que los partidos de izquierda empezaron a llegar al poder. El caso del Partido de los Trabajadores es paradigmático. Fue el partido de la resistencia, de las convicciones y del cambio, hasta que llegaron al poder en 2003.

La vocación de cambio se mantuvo, lo mismo que la sensibilidad social, pero lo que falló fue la ética republicana y, sobre todo, la virtud republicana, valores con los que la izquierda no suele estar comprometida porque los han subestimado en nombre de la revolución o los han considerado burgueses. “Robo para la corona”, fue la frase pronunciada por José Luis Manzano para justificar la corrupción menemista en la Argentina. No sé si Manzano se lo propuso, pero esas palabras fueron la consigna que justificaron todas las corruptelas políticas.

En realidad, Manzano no inventaba nada nuevo. En Italia democristianos y socialistas se asociaron para asegurar el financiamiento de sus partidos con los recursos del Estado. El justificativo era muy a la italiana: como el Partido Comunista era financiado desde Moscú, a los partidos democráticos no les quedaba otra alternativa que obtener recursos asociándose con empresarios y funcionarios estatales. Bettino Craxi y Giulio Andreotti fueron las estrellas estelares de esta “invención” patriótica.

El Partidos de los Trabajadores no sólo mordió el anzuelo, sino que además le gustó hacerlo. Alguna vez Fernando Henrique Cardoso dijo que el PT era cada vez menos un partido de izquierda y se parecía cada vez más al peronismo argentino, y no por sus virtudes precisamente. Son opiniones, pero opiniones a tener en cuenta.

Los principales dirigentes del PT, pero también los dirigentes locales y barriales, aprendieron a robar para la corona. Lo hacen y además se jactan de hacerlo. Su condición de izquierdistas y revolucionarios parece funcionar como una coartada. Roban, pero lo hacen para la revolución y en su nombre está todo justificado. Lo demás son lamentos pequeñoburgueses, hipocresías de señoras gordas y nuevos ricos.

A la corrupción -lo sabemos- siempre se la justifica. Se dice que es inevitable, que hay que resignarse a convivir con ella, que lo más importante son los cambios revolucionarios, que es el alegato que esgrimen las clases explotadoras para oponerse a las transformaciones. A todos estos argumentos se suma el juicio o el prejuicio de que robar en nombre de la revolución está permitido.

Como suele ocurrir en estos casos, los procesos de corrupción funcionan en la conciencia de los políticos a través de una suerte de plano inclinado, donde progresivamente los militantes y funcionarios se van encharcando en el acto de robar: primero, para la corona, y luego, para sus propios bolsillos. Alguna vez se dijo en broma que la primera estafada en este juego de robar para la corona es la propia corona, a quien sus súbditos terminan entregándole las migajas del botín.

La corrupción en el Brasil del PT no se pudo disimular mucho tiempo. A los pocos meses de asumir Lula, empezaron a llover las denuncias, primero de periodistas y, luego de empresarios y políticos. La cosa empezó a tomar color castaño oscuro cuando los procesados dejaron de ser los “perejiles” para involucrar a las principales espadas del partido. Así fue cuando la Justicia sentó en el banquillo a José Dirceu y José Ginoino, entre otros. Se trataba de dos líderes históricos del PT, de militantes y dirigentes que lucharon contra la dictadura, padecieron cárceles y exilio y se capacitaron en Cuba para luchar contra el imperialismo. Dirceu desde el punto de vista político llegó a ser una figura más importante que Lula.

Ninguna de estas virtudes le alcanzaron a Dirceu y a Ginoino para eludir la acción de la Justicia. Conclusión: dos fundadores históricos del PT recibieron sentencia firme. Uno, a seis años de cárcel; el otro, a diez. Los viejos militantes del PT no lo podían creer. Dirceu y Ginoino podían estar presos por luchar contra el capitalismo y el imperialismo, nunca por robar. Y sin embargo, así fue.

Las pruebas en su contra fueron abrumadoras. ¿Qué les pasó? Entendieron que para asegurar la gobernabilidad había que sobornar a dirigentes de otros partidos. Fue lo que hicieron. Mensualmente, le pasaban enormes cantidades de dinero a legisladores siempre dispuestos a levantar las manos para apoyar las leyes e iniciativas del oficialismo y a levantarlas con particular entusiasmo si además las sumas de dinero eran jugosas.

“Mensalao” se llamó este proceso de pasar sumas mensuales de dinero a políticos aliados al oficialismo. Dirceu fue el dirigente más destacado. Al momento de estallar el escándalo, el hombre era jefe de gabinete. Obligado a renunciar en 2005, su puesto fue ocupado entonces por Dilma Rousseff, Como dijera una Señora argentina: todo tiene que ver con todo. Un dato a tener en cuenta: seis de los ocho jueces integrantes del Tribunal Supremo de Justicia condenaron a los cabecillas del PT.

Se estima que por lo menos doce dirigentes del PT están complicados seriamente en estos negociados. El único que queda liberado de culpa es Lula. ¿Sorprende? Por supuesto que sorprende. En el más suave de los casos, Lula no podía ignorar lo que se hacía en las oficinas de su gobierno y, tal vez, en su propio despacho. Como dijera el abogado defensor de Roberto Jefferson, Luis Correa Barbosa: “¿Lula es tonto? ¿Cómo podían suceder todos estos negociados a su alrededor y él no se daba cuenta?”. Buena pregunta: ¿Lula es tonto o es cómplice? Por lo pronto de una cosa estoy seguro: tonto no es.

La popularidad de Lula en Brasil está fuera de discusión. Carisma, tradición militante, picardía, buenos reflejos, Lula es considerado por los observadores como el presidente que logró a través de sus dos gestiones que veintiocho millones de brasileños salieran de la pobreza y quince millones accedieron a empleos. Gracias a esos logros, Lula sigue siendo el político más popular de Brasil y, para algunos, el futuro sucesor de Dilma.

¿Podrá hacerlo? Si antes no va preso, tal vez sí. La Fiscalía de Brasil inició una investigación en su contra por tráfico de influencias a favor de la empresa constructora de Marcelo Odebrecht, empresario actualmente detenido por sobornar a dirigentes de la empresa Petrobras. Lula ha dicho -como era de prever- que es inocente y que sus enemigos lo atacan no por sus defectos sino por sus aciertos. El argumento no es nuevo, lo han usado hasta el cansancio en los últimos años, pero es cada vez menos creíble.

El problema de fondo a discutir en Brasil y en toda América Latina es si es posible hacer política y asegurar la gobernabilidad sin necesidad de coimear, de emplear al partido en el Estado y hacer negocios con empresas contratistas. A la crítica moral ya la conocemos, pero ¿será posible políticamente salir de esa encerrona o inevitablemente hay que admitir que la política necesita para funcionar de ciertos niveles “saludables” de corrupción?

por Rogelio Alaniz

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