Todo el teatro de Chéjov

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Antón Chéjov, retratado por Osip Braz.

 

Por Julio Anselmi

Omar Lobos en la introducción a su traducción del Teatro completo, de Antón Chéjov, que acaba de publicar Colihue, señala algunas razones que justificarían su trabajo, más allá de la propio afición: porque Chéjov es uno de los dramaturgos más frecuentados y eso convoca a su constante revisitación, porque su teatro “sencillo” propone desafíos en su comprensión, interpretación, traducción y, por la necesidad -tratándose de textos destinados a ser representados-, de adecuarse a una consonancia con el lenguaje de cada época.

El teatro de Chéjov no puede escindirse de las peripecias atinentes a la propia producción, a la dirección y a los actores que llevaron a la puesta tales obras. El rol de Stanislavski, Nemiróvich-Dáncheko y del Teatro de Arte de Moscú resulta insoslayable. Por ejemplo, su gran éxito, El jardín de los cerezos (que Omar Lobos porfía en traducir como El jardín de guindos, “por ser más fiel al original” y “menos alquitarado”), significó una gran rencilla con Stanislavski, que se empecinaba en ver un drama social en la obra, mientras que Chéjov la consideraba una comedia, casi una “farsa”. Maxim Gorki afirmaba esta concepción dramática chejoviana: “De sus obras decía que eran ‘alegres’ y al parecer estaba sinceramente seguro de que escribía justamente ‘obras alegres’. Probablemente, sea a partir de sus palabras que Savva Morózov [mecenas del Teatro de Arte], quien insistía en probar que a las obras de Chéjov había que representarlas como ‘comedias líricas’”.

Henri Troyat, uno de los agudos (y a veces menospreciado, pero por todos consultado) biógrafo y crítico de Chéjov, centraba su análisis en la “confidencialidad”, en la voz baja con que Chéjov inaugura una nueva literatura, al contrario de sus predecesores rusos (Gogol, Dostoievski, Goncharov, Turgueniev, Tolstoi), impetuosos, vehementes, apasionados. “Los otros grandes de la literatura rusa acompañaban al lector en su emoción; Chéjov lo dejaba solo frente a los acontecimientos y a los caracteres. No reclamaba constantemente su sensibilidad para inducirlo a la sonrisa o a las lágrimas; se contentaba con asestarle, de tanto en tanto, un golpecito que le alteraba los nervios. Así, sin explicarle nada, él lo preparaba, de detalle en detalle, de sacudón en sacudón, para una profunda comprensión de sus personajes. Con él, el lector, el espectador, no absorbía una obra en un estado de éxtasis pasivo, sino que colaboraba, sin saberlo, en su creación”. Agregaba también que, junto al evidente pesimismo de sus obras, siempre subyace “una fe cándida en el progreso, en la perfectibilidad del hombre, en el advenimiento de una existencia mejor. Materialista e incrédulo, conservaba en el fondo de sí un inquietud mística, el presentimiento de un misterio que él se declaraba incapaz de definir”.

En las últimas décadas, creció la estima por su labor narrativa, merced al auge del minimalismo y de la explícita veneración que profesó por Chéjov el pope de esa corriente, Raymond Carver (los últimos días de Chéjov son contados en su cuento “Tres rosas amarillas”). Ya en su tiempo había quienes preferían sus cuentos a sus dramas. Tolstoi elogiaba sólo sus narraciones y lo comparaba a Maupassant. Decía: “En Chéjov, la ilusión de la verdad es completa. Sus textos producen el efecto de un estereoscopio. Se diría que lanza las palabras al aire de cualquier manera, pero, como un pintor impresionista, obtiene maravillosos resultados con sus pinceladas”. Tolstoi llegó a proponer una lista de los cuentos que prefería de Chéjov: “Los niños”, “La corista”, “El drama”, “En casa”, “Tristeza”, “El fugitivo”, “En el tribunal”, “Vanka”, “Señoras”, “El delincuente”, “Oscuridad”, “Sueño”, “La esposa”, “Querida” y “Muchachos”.

Sin embargo, como prueba de la persistencia del teatro de Chéjov, en nuestro ámbito y en el mundo entero no dejan de representarse sus obras, con un renovado e inagotable fervor.