Violencia escolar, derivación de la intemperancia social

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Las responsabilidades son múltiples y nadie escapa a ellas: desde las altas dirigencias políticas y sindicales que hacen de la cuestión educativa una bandera, pero sólo declamativa, y eslóganes de campañas electorales- hasta la propia sociedad. Foto: Archivo El Litoral

 

Por Graciela Daneri

La prensa gráfica, radial y televisiva da cuenta a diario de las situaciones de violencia que se registran en establecimientos educativos. Éstas comprenden desde el bullying -fuertemente instalado-; agresiones a los maestros por parte no sólo de los alumnos, sino también de sus padres; uso de armas, hasta robos de elementos escolares o la destrucción de las escuelas sin objetivo determinado, para llegar a límites tales como que docentes abusan sexualmente de sus alumnos.

Hace bastantes años, hablábamos con creciente inquietud de esa situación que se había enseñoreado en muchas instituciones de enseñanza. Pero hoy ya no lo podemos hacer tan sectorizadamente, porque la escuela es el espejo de la sociedad, y esto no surge por generación espontánea. Requirió años de maduración para hacer explosión en esta época de crisis recurrentes: disolución familiar, maltrato y abandono de niños; mujeres golpeadas y hasta torturadas en presencia de sus hijos que, muchas veces ya de adultos replican estas conductas; profesores no preparados para “contener”, como suele decirse hoy, olvidando que el docente debe estar preparado para educar y enseñar, no para “contener” (para esto existen otros organismos del Estado).

Por ello, referirse sólo a violencia escolar es parcializar, olvidando la que impera en el fútbol (barrabravas amparados por dirigentes de toda laya), en la política, en los actos electorales, en la sociedad en general, donde un automovilista arremete verbal y hasta físicamente contra otro por cuestiones nimias, o bien la creciente e inocultable pobreza. No en vano la Iglesia acaba de advertir sobre ésta, la inflación y el narcotráfico.

Marginalidad y otras desigualdades

Un reconocido pedagogo francés en diferenciaba dos los actos de violencia escolar: los que toman como objeto a la escuela en sí -tales como vandalismo y robos, entre otros- y los que se desarrollan hacia el interior del establecimiento propiamente dicho, causados por el medio socioeconómico de los mismos protagonistas del acto educativo: alumnos y docentes, en un ida y vuelta a través de actitudes discriminatorias, maltrato verbal, críticas injustas...

El maltrato infantil y adolescente -ya sea éste físico o emocional- y el abandono o la desidia parental respecto de sus conductas generan rebeldía y de ésta a la agresividad y el desinterés por los temas de aprendizaje hay un trecho muy corto. Y ni qué hablar si la situación de marginalidad y pobreza es extrema. Aunque aquí vale enfatizar que no sólo en ámbitos como los antedichos se dan situaciones violentas, sino también en las capas medias y superiores de la sociedad, aunque no alcancen tanta difusión mediática, porque los entornos sociales generan vínculos que pueden terminar en el alcoholismo o la droga entre niños y adolescentes. El encadenamiento de todas estas disrupciones conduce a dificultades en el aprendizaje y falta de motivación para aprender.

La escuela como ámbito democrático

La clave para encaminarnos hacia una convivencia pacífica se halla en la negociación y mediación; la construcción de la escuela como un ámbito democrático, donde sean posibles los acuerdos institucionales; el desarrollo de valores tales como pedir perdón, cooperar, ceder, reparar el daño cometido, y sobre todo la creación de una cultura de paz, como proponen el Sumo Pontífice y la Unesco.

Habría además que formularse una pregunta fundamental: ¿están nuestros docentes preparados para tan ardua tarea? A partir de la respuesta que la sociedad dé a este interrogante se puede comenzar a elaborar estrategias para mejorar no sólo el drama de la violencia en las escuelas, sino todo nuestro sistema educativo, de donde parte la transformación de la sociedad. Porque la base de nuestras tragedias es la falta de educación y cultura, por lo que deberíamos interpelarnos también acerca de la dimensión ética de nuestra sociedad hoy...

Las responsabilidades son múltiples y nadie escapa a ellas, ya sea desde las altas dirigencias políticas y sindicales que hacen de la cuestión educativa una bandera, pero sólo declamativa, y eslóganes de campañas electorales- hasta la propia sociedad, ésa del hombre de a pie que dice interesarse y lo demuestra sólo cuando hay paros docentes-, pues la escuela es pensada en términos de una guardería para sus hijos y no como transmisora de conocimientos y valores.

La repetida tolerancia a ilegalidades sistémicas, donde el alumno no reconoce la autoridad porque ésta es vista como un atentado contra los derechos humanos y, a su vez, por cuestiones políticas, las autoridades educativas desconocen y desautorizan al docente, todo lo cual sumado a la falta de un sistema de méritos y castigos, nos enfrenta a una realidad donde la verdadera política se desvanece.

Deberíamos aceptar de una vez por todas que una sociedad donde ser dealer o soldadito de los narcos es más lucrativo que estudiar, formarse y trabajar; o donde jóvenes mujeres y hombres que desean y logran- un rápido ascenso económico a partir de exhibir no sólo desnudeces físicas, sino lo que es peor falencias morales y éticas, en programas de TV, es una sociedad condenada al fracaso, la desesperanza, la anomia. Tendríamos también que concluir que la tan mentada “violencia escolar” es, sencilla y lamentablemente, violencia social. Sería muy eficaz que en cada sector laboral y comunitario se utilizaran estrategias y herramientas particulares debido a la diversidad de sus actores y a la incidencia y grado de permeabilidad política partidista en cada uno de los casos.