¡Ándale con los viajes!

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Flores y artesanías en las celebraciones mexicanas. Foto: Archivo El Litoral

 

Por Nilda Somer

“De la Patagonia a México”, de Hebe Uhart. Adriana Hidalgo Ediciones. Buenos Aires, 2015.

Con el encanto que sobre todo se manifiesta en sus cuentos, Hebe Uhart presenta un nuevo libro de crónicas, de crónica “de viajes”, en el que nos pasea por Bariloche, Azul, Los Toldos, General Villegas, Almagro, Corrientes, Tucumán, Asunción y México, entre otros lugares. Admiradora de hace décadas de este dúctil género tal como lo practicaron los grandes escritores brasileños, de Bandeira a Lispector, Uhart ha logrado darle una forma singular e imponerlo a un público no habituado, desde aquellos tiempos en que escribía sus impresiones de viaje para un diario uruguayo a las primeras recopilaciones en libro.

“Nací en un pueblo: me gustan los pueblos. Me resulta más difícil trabajar en una ciudad grande. Los pueblos chicos son abarcables, me parecen literarios y además van con mi personalidad. Yo todavía hoy llego temprano a todas partes, todavía estoy acostumbrada a la matriz de tiempo de mi infancia. Como persona y como escritora, no soy campesina ni citadina ni conurbana: soy suburbana”. Esa autopresentación atañe también a su genio y a su lugar en la literatura actual argentina, tanto que sorprende su aceptación (tardía, pero aceptación al fin) en el anodino canon que hoy se impone en el ámbito académico.

Fiel a ese proyecto, o mejor quizás hablar de constatación a partir de esas primeras crónicas “periodísticas” que mencionamos (ya que los proyectos literarios parecen irremisiblemente destinados, a la larga o a la corta, al fracaso -en constataciones se basó la planificación de La comedia humana de Balzac o la de Los Rougon-Macquart, de Zola; en proyectos a priori se basaron los fracasos literarios de mucha literatura à la page del siglo XX-), Uhart ofrece aquí sus impresiones sobre paisajes y personajes, sobre el habla y los modismos, sobre la historia y las costumbres de los lugares visitados, siempre filtrados a través de la peculiar observadora, instalada ella misma como personaje, que sabe irrumpir en los mejores momentos con franca hilaridad.

Así, contando sobre el accidentado viaje en ómnibus, de San Miguel de Tucumán a Tafí del Valle: “El micro da vueltas tan altas y abruptas que me cuesta sostenerme sentada. Quiero ir al baño y hace cuarenta minutos que tiene el cartel de ocupado pero no lo está. Entro y es imposible sentarse en el inodoro, hasta que finalmente las vueltas del camino me sientan de prepo. Me parece que así debe ser como se doma un potro”.

O cómo cuenta sus deducciones, observando a unos vecinos de mesa en un bar de Asunción: “Hay un mesa mixta de brasileños y paraguayos, todos bebiendo. Hay una señora embarazada, una chica y tres hombres que llevan la voz cantante; se ríen con una risa feroz y parecen una banda mixta de cafishos con su familia en su día franco. De repente uno de ellos dice: ‘Yo estaba destrozado’ con una voz alegre. Otro dice: ‘Nosotros seguimos repartiendo alegría y felicidad’; ‘Seguimos repartiendo el catecismo del amor’ (risas feroces, y sí, decido que son cafishos)”.

O admirándose de una colega argentina invitada como ella a la Feria de Guadalajara, que carga una pesadísima máscara de regalo para su hermana, cuenta que ella acaba de regalar unos libros que le entregaron en la feria, porque “si de algo estoy segura, es de que yo no cargo, más bien descargo”.

En otros momentos logra “dar en la tecla” de una corazonada que resulta más reveladora que cualquiera de las contingencias sociopolíticas de sitio retratado (de las cuales, sin embargo, no se priva de “dar cuenta” en sus crónicas). Refiriéndose, por ejemplo, a las coloridas mercancías del mercado de artesanías de la ciudad de México, dice: “Un vendedor me cuenta que en septiembre, el día de aniversario patrio, los varones que venden se visten de charros y las mujeres, de chinas poblanas con trenzas y la pollera verde, roja y blanca. Por un momento me dan ganas de pertenecer a una patria cuya bandera tenga colores tan fuertes: verde loro, azul profundo, rojo sangre. Porque en Argentina el vestido de la paisanita criolla es celeste suave, y también son de ese color las camisetas de fútbol de los jugadores cuando representan al país”.

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Hebe Uhart.

Foto: Archivo El Litoral