RELATOS

Lo más parecido a su casa (*)

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Tapa de la edición española de “Tambor de arranque”. La foto es de Federico Inchauspe.

Foto: GENTILEZA EDICIONES CANDAYA

 

Por Francisco Bitar (**)

No habíamos ahorrado un año entero para comprar un auto; queríamos una cama. Un buen somier matrimonial con el juego de sábanas de setecientos hilos y uno de esos acolchados de colores que hacen pensar a quien se acuesta en un mundo feliz y ordenado; no digo que iría a cambiarnos la vida pero capaz una nueva cama fuera parte de la solución. Veníamos durmiendo muy mal.

Pero una tarde a fines de mayo vimos sobre la mesa de la cocina el recuadro en los clasificados, mientras ambos tomábamos café y corregíamos exámenes.

—¿Estás seguro? -preguntó Isa.

—No -respondí-. No estoy seguro.

Lo que sí sabía era esto: yo nunca había tenido mi propio auto.

—No sé, Leo.

Nadie estaba seguro.

—Hay que ir a verlo -dije-. Un Taunus es un buen auto para empezar y capaz lo tenemos a tiro. El aviso dice “Ofertón”.

—¿No podés consultar el precio desde acá?

—Siempre es mejor preguntar personalmente. Así se puede arreglar.

Ella no dijo nada. Miró la calle donde las lámparas ya habían empezado a calentar; te hacían pensar en un invierno crudo antes de alcanzar su color definitivo.

—¿Qué puede pasar? -dije.

Pero también yo sabía lo que podía pasar.

—Los ahorros son de los dos -dijo ella.

—Probemos -dije.

Podía ser lo último que hiciéramos juntos si las cosas no iban bien.

El aviso apareció en el diario de la ciudad, pero la venta se hacía a unos 150 kilómetros al oeste, sobre el camino viejo a San Jorge. Para el caso, le pedí prestada a mi hermano la Renault 12 break. Arreglé con Robles, el dueño del Taunus, un encuentro para el domingo siguiente y la noche anterior al viaje lo llamé a su celular. Me dijo que tenía que vender rápido el auto, más rápido que la última vez que habíamos hablado, para entregar a su mujer la mitad que le correspondía. Mis expectativas crecieron (capaz el apuro lo hiciera considerar nuestra oferta) y en ese momento me sentí con fuerzas suficientes para él y para mí. Si eran fuerzas que yo chupaba de las energías de él, no me importó. Pero quise animarlo.

—No se me pierda mañana, Robles.

—Voy a estar. Quedate tranquilo.

—Guárdeme el Taunus -dije.

—Consideralo tuyo. Esta noche me despido de él.

Los dos nos reímos. ¿Cómo podía uno despedirse de su auto? No quería ni pensarlo. De fondo pero casi en el auricular, se alcanzaba a escuchar el ladrido de un perro a intervalos regulares, como a gente que se acercaba en la oscuridad y prefería a último momento, por alguna razón, seguir viaje. Después la señal se perdió.

Esa noche me dormí con la imagen de mis manos prendidas al volante, pero me levanté otra vez de madrugada, con los puños cerrados.

Pasadas las once nos desviamos de la ruta unos kilómetros antes de la entrada a San Jorge y estacionamos la break enfrente del patio delantero, donde una montaña de arena para mezcla tapaba el acceso al garaje. Ese fue mi primer desconcierto. Después el timbre no sonó, nadie salió cuando golpeamos. Yo sabía que Isa me miraba. Me fijé en el número de la casa con pocas esperanzas de haberme equivocado y rodeé el lugar llamando a Robles. Una pared del cobertizo lateral estaba tapada por baterías para auto; la puerta trasera no tenía picaporte. Tuve deseos de patear algo y el suelo del lugar ofrecía sus posibilidades: latas de aceite, pedazos de ladrillo, un balde gris con agua oxidada.

—No te lo puedo creer -dijo Isa cuando me vio volver.

—Robles -grité contra la puerta.

Un vecino apareció sobre la cerca de ladrillos. No me importó. Volvía a gritar. Estuve a punto de maldecir pero me contuve a último momento: los últimos meses de mi relación con Isabel me habían enseñado a dejar los insultos para el final del día, cuando realmente eran necesarios.

—Leo -dijo ella atrás mío.

Al otro lado de la calle de tierra, el baúl del Taunus había quedado al descubierto con el avance de la luz. En la parte trasera, un bulto oscurecía los vidrios mojados desde adentro. La puerta del conductor se abrió sobre la calle y bajó un collie dorado que se desperezó sobre sus patas delanteras y siguió directo hasta los pies de Isa.

—Hola, lindo -dijo ella y le puso una mano entre las orejas. El humor le había cambiado de golpe; Isabel amaba a los perros, igual que la Sofi, nuestra hija.

Por la puerta trasera del lado opuesto bajó un hombre de unos dos metros. Era como si se acabara de desenrollar: el auto quedaba chico al lado suyo, tanto como pueden serlo una mesa o una cama al lado de un hombre cualquiera. Al fin y al cabo, por lo que se podía ver, el auto era su cama. Capaz también fuera su mesa.

El hombre rodeó el auto por la trompa para cerrar la puerta por donde había bajado el perro y sacó los lentes de ver del bolsillo de la camisa: estaba oficialmente despierto.

—Es linda -dijo cuando pisó el patio delantero.

Nos miramos con Isa.

—Es perra -aclaró y despejó su garganta. No lo escupió-. Se llama Doly. Vos debés ser Ferro -me dijo y estiró la mano. Los puños de su camisa estaban prendidos pero tuvo que bajarse las mangas. Llevaba una visera de la EPE, la Empresa Provincial de la Energía, que antes de despertar había estado sobre su cara.

—Hola -dijo Isabel.

—Hola. Soy Santiago.

—Isa -dijo ella. Llevaba una de sus calzas de lana bien pegada a las piernas. Ahora que nos presentábamos, todos nos fijamos en la ropa del otro. Robles se miró también él mismo, como a la pasada. Estaba tan presentable como cualquiera. Solamente quien lo hubiera visto emerger del Taunus estaría en condiciones de asegurar que había dormido en el auto.

—¿Damos una vuelta? -dijo él y sacó las llaves del bolsillo delantero.

Pensé que haríamos una pausa después del viaje y se ve que Isa pensó lo mismo.

—¿No podemos pasar un segundo? -preguntó.

—Me parece que no -dijo Robles, aunque lo sabía perfectamente-. Creo que no vive nadie ahí.

Nos miramos con Isa por segunda vez. En realidad, ella me estaba mirando.

Isa y la perra iban atrás, yo en el asiento del acompañante. Robles manejaba. No parecía que eligiera calles al azar, como por lo general se hace cuando se prueba un auto. En ningún momento volvimos sobre la parte recorrida ni doblamos en falso; Robles tenía un plan o, por lo menos, un rumbo preciso. Decidí esperar antes de preguntarle cuál era.

Mientras dejábamos atrás los gallineros de la zona, desde los modernos galpones plateados hasta las empalizadas clavadas en el barro, Robles habló del auto, de los viajes familiares, de la fortaleza del motor. Una sola vez tuvo que llevarlo al mecánico de Rafaela por un problema en el carburador; de lo contrario se manejaba con el mecánico local, el de los arreglos menores. También nos contó la historia del bajo kilometraje. A principios de los noventa, Robles había cambiado la instalación eléctrica completa en la casa de una vieja en Las Petacas, un pueblo vecino al que se llegaba subiendo por la ruta 13 y bajando otra vez por la 64. Fue durante la época dorada, cuando Robles y su ayudante cubrían con su empresa el sudoeste de la provincia; después su socio se abrió y, antes de que él lo supiera, puso una sucursal de eléctricos de una empresa rosarina.

Robles había entrado con sus herramientas a la casa de la vieja diez años después de la muerte de su marido, ocurrida el mismo día en que ella había guardado el Taunus para siempre. Robles entró al garaje con las prolongaciones de cable revestido, levantó la lona que cubría el bulto y probó la puerta. Se sentó de conductor, miró las agujas del tablero.

—139 kilómetros le había hecho el viejo -nos dijo. Ese fue su número. Todos tenemos uno y ese fue el número de él. Pensé en eso, en la vida de un hombre medida con la tripa del kilometraje.

—Le propuse a la vieja que me pagara con el auto -dijo y me miró por abajo de la gorra. El estado del camino lo había obligado a bajar la velocidad-. Es diez años más joven de lo que dicen los papeles.

Yo no dije nada. Más rápidas que nosotros, las maripositas blancas se desprendían a oleadas de las ortigas del costado y volvían a aterrizar en el polvo unos centímetros más adelante. Algunas se metieron en la parrilla del radiador. Nos llegaba el olor a quemado.

(*) Este fragmento corresponde al Capítulo 2 de “Tambor de arranque”. La novela, ganadora del Premio Ciudad de Rosario en el año 2012. Fue reeditada este año por la Editorial Municipal de Rosario, al mismo tiempo que apareció en España al cuidado del sello editorial Candaya.

(**) Lic. en Letras. Escritor