Las piedras

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Baruch Spinoza, filósofo (1632-1677) Foto: ARCHIVO

 

Por Carlos Catania

De nada vale lamentarse, una y otra vez, de lo que se ha dado en llamar “falta de valores de la actualidad”, pero como todos somos responsables, no está de más convertirse uno mismo en conejillo de Indias durante un examen de la estupidez humana. Esto impide, o en todo caso atenúa, los aires pontificales que suelen sonar como trompetazos desafinados y arrogantes. En una palabra: creo estar dotado de todas las debilidades humanas, pero me niego a cruzarme de brazos y continúo pateando piedras. ¿O acaso vos no sos parte de la humanidad? Sólo los idiotas se consideran únicos.

Me interesan los frágiles fundamentos emitidos por una mente esclavizada por prejuicios, sordera y mentiras, esclerosis que impide vislumbrar que en otros caminos todo es diferente. Observo a esas personas que “juzgan” a los demás por su apariencia. Padecen serios estrabismos cerebrales que les impiden considerar a la gente por lo que son, lo cual requeriría, por lo menos, un escrutinio de la interioridad. Pero como sus mentes patinan en la superficie de las cosas, toda profundidad les es vedada. Curiosamente, la llamada “gente mal” abunda especialmente en la llamada “gente bien”. Desde luego, algo bastante indecoroso.

Escuchen esas opiniones torpes y, para colmo, matizadas de engreimiento, que retumban y se multiplican día a día en el “ámbito universal”, para diluirse en el vacío insondable de la nada, revelando la insignificancia de un conocimiento raquítico. Carente de ideas propias, a lo largo de los años sus conversaciones giran una y otra vez sobre lo mismo. No conocen la pasión ni han tenido vocaciones. Sólo mañas. Sus vidas son un revoltijo de hipocresía, autismo y mendacidad. Adivinamos cierta hostilidad, por no decir odio e indiferencia ante lo que no entienden. Segregan, por así decir, los componentes químicos del racismo y una voluntad medrosa. A fin de evitar el ridículo, en el que caen de todas maneras, juegan a las escondidas, pues su incapacidad para “verse desde afuera” los mantiene en la luna (se me perdonará la excesiva adjetivación).

Es lícito ponerlos a la luz cuando sus conductas terminan resultando una plaga para los seres cercanos y, sobre todo, cuando sospechamos que una presión multitudinaria tergiversa y deforma ciertas realidades no contaminadas de la especie. En una época convulsionada por la información y las banalidades asqueantes de gran parte de la televisión, estas personas buscan a codazos acomodarse en la vida, convirtiéndose en voceros del batifondo, en cómplices que cacarean de segunda mano, al otro día, lo que tragan por la noche. La vertiginosa avalancha de información, aparte de enervar las mentes, impide la concentración, que es el mayor bien de que dispone no sólo un creador, sino todo aquel que aspira a ver claro en el breve espacio de la existencia.

El asunto resulta inquietante. ¿A qué ciencia le correspondería asistir a esta correosa enfermedad? Probablemente a ninguna, pues la característica de dicho mal es la firme creencia de los afectados acerca de su “normalidad y decencia”. Un caso patente de mala fe: en la conciencia se libra la batalla entre el mentiroso y el mentido. Gana el mentiroso y sus “verdades” circulan portando un estandarte moral, que es el escudo de la venalidad. El caso del “automendaz” salta a la vista, es explícito, y por eso uno no vacila en darle un manotazo cada vez que intenta instalar su mentalidad en el seno de una sociedad ya de por sí productora de una gran confusión en la mente de los hombres. Nadie está obligado a dejarse conducir por una andanada de baratijas culturales.

Ejemplo típico, que ya es un lugar común, lo constituye el sujeto que sigue emocionado el itinerario del Papa Francisco, lo que le procura una plácida ducha espiritual y una suerte de levitación virtual y, horas después, refiriéndose a un conocido que no comparta sus “ideas políticas” (sic), lo llama “izquierdista de mierda”. Por la noche, ya en la cama, después de santiguarse, duerme el sueño de los justos. Mañana será otro día. Aunque quién sabe. Tal vez sea el mismo de siempre.

No le faltó razón a Spinoza cuando apuntó que el odio y el resentimiento son los enemigos fundamentales del género humano. No obstante, un odio fecundo a lo que somos, a lo que representamos, es un punto de partida para, tal vez, lograr las modestas rehabilitaciones de la especie; una fuerza que, en principio, nos permite separar paja de trigo, lo que ya es mucho. Si esto sirve o no, es algo que ignoro, pero sé muy bien que lo expuesto no trata de una fácil moralina ni de un catecismo. Es más bien una aventura a contracorriente, empresa de locos, algo que quizás no le interese a nadie. Algo sin aparente destino. Todo lo cual le confiere cierta importancia.

Por otra parte, creo que las actitudes de los “intocables” son manifestaciones de la irracionalidad y del miedo, lo que merece también un gramo de piedad. Pero nada más. De ordinario, ellos saben esgrimir su armamento defensivo, acudiendo a una serie de clichés venerados como originales y, si son golpeados por alguna verdad incuestionable, se sienten inermes, no convencidos. Son maestros en silenciar o minimizar lo que no entienden. Porque no es ignorante el que no sabe, sino el que cree que sabe y se conduce y habla sin saber. No hace ningún bien ignorar la sabiduría del silencio.

 
 

No le faltó razón a Spinoza cuando apuntó que el odio y el resentimiento son los enemigos fundamentales del género humano.