DIGO YO

Primer amor

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Natalia Pandolfo

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Foto: Ilustración Lucas Cejas

“Vivían la lenta e invisible compenetración de sus respectivos universos, eran como dos astros que gravitasen alrededor del mismo eje en órbitas cada vez más próximas y cuyo destino era colisionar en algún punto del espacio y el tiempo”.

(Paolo Giordano, “La soledad de los números primos”).

Fingió no verla: al cabo habían pasado tantos años que se figuró que ella ni siquiera lo recordaría. Pero la vio: sentada en el banco de la plaza, con un chiquito que intentaba dar de comer a las palomas. Llevaba una falda larga de color carmín y una camisa blanca. Un bolso marrón atravesaba su pecho. El nene acaparaba sus manos, sus ojos, su cuerpo todo.

Él salía del banco y ahora esperaba el colectivo bajo el rayo del sol. Su traje azul era una acta de decadencia: los codos gastados, las rayas de las piernas borroneadas, el calce flojo. Lo había usado para casarse, impecable, sus hombros en la justa medida. Ahora parecía una caricatura atribulada.

Ella también había cambiado. Sus caderas se habían ensanchado; su pelo seguía azabache, pero él se dio cuenta de que hacía trampa. Para ellas es más fácil, pensó. Los anteojos oscuros le jugaron de cómplices para poder recorrerla entera, lentamente. Vio sus ojos aindiados, sus pómulos resaltando en el rostro moreno, sus dientes blanquísimos. Como un ladrón capturó justo el momento de una sonrisa y quedó como ensimismado: allí sí que no había truco posible.

La recordó en el patio de tierra de su casa, quince años, dieciséis, comiendo helado de frutilla, limón y dulce de leche granizado, despreocupadamente, todos los días de esos días en que se puede comer lo que se quiera sin preocuparse por calorías y otras cosas menores. Evocó esas tardes de paseos de a dos, sin atreverse a darse la mano pero sin separarse demasiado, como tanteando el mundo en puntas de pie.

Recordó aquel sábado a la tarde en que le pidió arreglo y se rió por el anacronismo. Cuántas cosas me están pidiendo arreglo a gritos ahora, suspiró. Escuchó de fondo la canción de Scorpions que fue telón de fondo de su primer beso y que sólo por ese motivo había dejado de parecerle tan espantosa.

La vio tomar de las axilas al pequeño y hundir su rostro en el cachete, y vio su sonrisa repetida en esa cara regordeta, como en un espejo mágico.

Sintió esa puntada en el pecho, otra vez aquella puntada que lo obligaba a cerrar los ojos y fruncir el ceño. Soñó con ese cuerpo ágil, liviano, ese primer cuerpo que abrazó y que otros cuerpos no lograron profanar en su recuerdo. Recorrió su ser una corriente extraña, desde la yema de los dedos. Respiró profundo, sintió el sol de aquellos veranos dorándole el cuero, percibió el viento jugando con su flequillo que alguna vez fue rubio, la recordó a ella a su lado, etérea, escuchó los ecos de su risa cantarina.

Al abrir los ojos, el colectivo se acercaba con paso cansino. Palpó sus bolsillos, reunió las monedas que tintineaban, volvió una vez más la mirada y trepó los tres escalones con el alma saltándole, despabilada.