OCIO TRABAJADO

Orwelliana

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George Orwell. Foto: ARCHIVO

 

Estanislao Giménez Corte

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I

Mucho se dijo, desde siempre (o sea, desde los griegos), que el arte imita a la naturaleza. Una variación pequeña y posible de esa perturbadora idea, que está dentro de un bella palabra, mímesis, puede escribirse con un necesario tono adversativo e interrogativo: pero la vida ¿imita al arte? Desde aquí se ramifican arbitrariamente otras tantas posibilidades. De unas tenemos más certeza que sobre otras. Una es ésta: el arte, a veces, antecede a las ciencias. La multitud que vieron Poe (primero y con perplejidad) y Baudelaire (después y con terror), es anterior a la que vieron la filosofía social y la sociología. A ello se suma, en carácter decreciente, otro modo de imitación bastante particular: las políticas que parecieran provenir, casualmente o no, de obras de la literatura y el cine. ¿Son conscientes, ciertos dirigentes que ocupan el centro de la arena, que hunden las manos en obras de la imaginación para sacar de allí acciones sobre lo real? En estos casos, la ficción lisa y llana aterriza en la vida real, modificada, alterada, claro, pero se puede observar ese pasaje forzado o imposible. Los dibujos de Leonardo (primero y con inconcebible precisión) y las novelas de Verne (después y con datos científicos de la época a la mano), fueron hipótesis febriles de unos genios y -mucho más tarde- una realidad fáctica que otros pudieron ejecutar. Algo parecido podría decirse de la idea del hipertexto que, para escándalo de los púberes, nació sobre un papel (físico, no virtual). Estos procesos de emulación, de copia, tienen mucho de técnica y de ciencia en su ejecución, que en general es muy posterior a la idea. Pero podemos arriesgar que nacieron en otro lado, de otro modo: de un arrebato, de una visión, de un “shock perceptivo” (esto pertenece a algún autor célebre), de una inspiración, de un rapto, de un accidente, de un error. De alguien que “ve” algo que nadie había visto hasta entonces y lo dice como a tientas, en la oscuridad, en la soledad (nadie lo dijo antes).

Hay, todavía, un modo de imitación más que podemos traer a esta nota: los casos en que un gobierno toma o retoma ideas de las ciencias sociales. Éste sería el caso más lógico y racional, dado que -supuestamente- uno de los objetos de estas ciencias es no sólo pensar lo real sino elaborar los mecanismos para intervenir en ello. Recordemos un ejemplo: pocos años atrás, un gobierno latinoamericano creó escuadras para librar la denominada “guerrilla comunicacional”. Una idea casi idéntica a la que expuso hace 50 años Umberto Eco, con una insalvable paradoja: ese gobierno convocaba a una guerrilla... desde el Estado.

II

Pero ¿qué entendemos por “vida” aquí?: será la intervención de los sujetos en y sobre la naturaleza. En este caso, señalamos la forma en que estos sujetos arrastran ideas, construcciones, palabras, morosamente, desde lo ficticio a lo real; y, con movimientos bruscos, tratan de encajar lo etéreo en lo áspero, lo abstracto en lo concreto, unas ideas que levitan en un formulario mecanografiado, las posibilidades nómadas de la mente en las celdas de cargos y secretarías.

Pocos días atrás, en una conversación cualquiera, escuché con extraordinaria sorpresa que otro gobierno de nuestro continente creó, recientemente, un “Ministerio de la Felicidad” (luego supe que en rigor de verdad es una “Secretaría para el Buen Vivir”). No puede ser, me dije, mientras trataba de recordar para mis adentros la muy orwelliana resonancia de ese comentario y la clasificación que hiciera famosa el autor de “1984”: un ministerio del Amor, uno de la Paz, uno de la Abundancia, uno de la Verdad. Pero es más inverosímil, todavía: éste y otros casos de autores famosos trabajan a partir de la ironía, de la paradoja, de la broma, del guiño, del absurdo. Denuncian el crecimiento “elefantiásico” y la pesadilla de las administraciones (la pesadilla kafkiana) como un modo de señalar hasta dónde puede llegar el delirio del y por el control. Y, para que la imitación parezca delirante por completo, algunos políticos lo hacen realidad, no sabemos con qué grado de cosa burlesca, sumidos en la inconcebible máxima de que un ente de administración puede penetrar con éxito en la subjetividad de los individuos (y forzarlos, con las armas del Estado, a arrojarse a la felicidad). Ello, si creemos en las buenas intenciones y nos abstenemos de lecturas paranoides.

III

El sueño de regular y ordenar los actos de los hombres hasta en sus aspectos más recónditos (el control de “todos” sus actos) tuvo desde el establecimiento de las normas de las religiones hasta la legislación del estado de Derecho, muy diversas formas, bajo la cuestionable norma sobre qué cosas se pueden hacer y cuáles no. Pensemos por un momento en la idea freudiana de la “renuncia instintual” (la convivencia social es posible gracias a la represión de los instintos sexuales y de agresión). Un “Ministerio de la Felicidad”, que desde su mismo origen pretende vincular un órgano administrativo a la felicidad de una persona, indica una especie de vuelta de tuerca: sería la imitación del arte por la vida o desde la vida, pero de un modo erróneo y peligroso (o sin haber comprendido la denuncia de Orwell). Es, tal vez, una de las consecuencias de esta suerte de espantosa retórica de autoayuda que ha contaminado todas las esferas humanas, desde el discurso de un presidente hasta los posteos en las redes sociales. El colmo total, ya risible, es la adjetivación de esa felicidad: otro país de nuestro continente tiene un viceministerio para la “Suprema” Felicidad. No es mi intención opinar aquí sobre el funcionamiento de estos organismos, que desconozco olímpicamente, y que prefiero desconocer, sino simplemente señalar la sorpresa que encontramos al hallar su origen en obras de la literatura y el cine, y el modo caprichoso y desviado en que estas cosas toman necesariamente un cariz humorístico (no voluntario, claro), cuando se tornan “realidades”.

Una vez más, el arte antecede a la ciencia y a la política, pero irrumpe en lo real de modos inesperados, casi como una broma macabra. En este caso, la política lee mal las obras, pero sin ingenuidad: no quieren entender que aquellas invenciones de los escritores se hacían para señalar un imposible. Es, claro, una contradicción elemental... a menos que esos políticos crean, o ellos mismos vivan, o lo pretendan, en una suerte de reino ficcional, de fantasía; un mundo antojadizo hecho en la imitación, no ya de obras, sino de slogans o de frases elegidas para generar un efecto; un mundo donde todo es el anuncio de algo que está por venir o que está por hacerse y que nunca llega, porque fue creado para el universo de la ficción, donde no hay tiempo ni materia (o éstos se pueden manipular libremente), no para la rugosa, calurosa, pegajosa realidad, que insiste en enfrentarnos, más temprano que tarde, con las cosas.

 
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