DIGO YO

La fiesta

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Foto: Archivo El Litoral

 

Natalia Pandolfo

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“La llegada de la Navidad me colmaba de un manso entusiasmo. La sentía acercarse en el correr de los días y era como si estuviese a punto de acceder a un descubrimiento. Pensándolo bien, jamás ocurría nada nuevo, pero el acontecimiento tal vez estuviese justamente en esa expectativa, en la posibilidad no concretada de un cambio casi milagroso, en esa fiebre que me ponía en el corazón y en las venas una impaciencia feliz”.

(Antonio Dal Masetto, “Oscuramente fuerte es la vida”).

Era fin de año y en el aire se palpaba esa brisa rara de las últimas cosas. Las personas se saludaban, se daban besos, intercambiaban buenos deseos. El vendedor, con el vuelto, te regalaba felicidades. La cervecería de la otra cuadra recibía compradores en peregrinación y el supermercado remarcaba con rojo sus ofertas especiales.

Mara estaba sola. El celular acusaba el mensaje no esperado de alguna amiga lejana, de algún pariente cercano.

Ella iba a pasar el tránsito del 31 al 1º sola. Lo había decidido concienzudamente, sin culpa ni dolor. Quería atravesar esa experiencia, ver qué se sentía. No creía en todo el circo montado alrededor de un día que, se decía, al fin y al cabo era uno más.

—Al otro día vos seguirás siendo vos, yo seguiré siendo yo y los problemas seguirán estando ahí. Es una fecha más -le había dicho a su madre, que hasta último minuto se negaba a convencerse.

Ella estaba segura. Sus amigos la miraban raro: siempre había despotricado contra el absurdo consumismo de las fiestas. Cada diciembre se rebelaba contra los miles, millones en cada país, en cada ciudad y en cada pueblo que corrían a los puestos de venta para comprar como si el mundo fuera a acabarse. Contra los mensajes impersonales, fríos como el acero, con el asunto “salutaciones”. Contra la berretada del vitel thoné y los budines.

Pero esta decisión los dejaba sin reacción. Perplejos. Culposos.

—Quizá le pase algo que no sepamos -aventuraba alguno. Ella, incólume, respondía con risas. Estaba serena por la postura que había tomado y la sostenía ante los más vehementes argumentos, que se paseaban entre la ofensa y la lástima.

Finalmente llegó el día. Mara fue a trabajar, fichó sus cuatro horas y se escabulló por los pasillos cuando vio que empezaban a desfilar las botellas para el brindis.

Llegó a su casa, miró una película, durmió unas horas. Se asomó a la vereda y pudo sentir cómo el aire había cambiado, cómo la ciudad comenzaba a maquillarse. A las nueve sonó el teléfono.

—Segura, mamá. Quedate tranquila.

Comió viendo tele y abrió un vino bueno. El reloj seguía su marcha, inmune a las emociones. De fondo escuchaba los murmullos y sentía los aromas de las casas vecinas llenas de gente.

Entonces hizo lo de siempre: se sentó a mirar la luna. Era una luna llena, perfecta. Era, pensó, un buen augurio de año nuevo.

Encendió un cigarrillo y vio el humo dibujar líneas grises en la gran perla blanca. Recordó a su padre haciendo la misma ceremonia, las noches en que la luna se lo permitía. Se vio a ella pequeña, observándolo desde la ventana de su dormitorio y tratando de adivinar en qué estaría él pensando.

Las líneas fueron dibujando imágenes, recuerdos, palabras, sonidos viejos como el viento, frases familiares. Los dibujos fueron armando historias. Las historias fueron tomando vida propia, como en un libro. Vio en la periferia de la luna las miradas de su entorno: la de los seres que marcaron -bien, mal, como todos, como siempre- su camino. Observó cómo se reflejaba cada rostro en la luz potente, radiante. Pudo reconocerse en ellos. Sintió necesidad de acercarse, como se reúnen los delfines cuando nace una nueva cría. Pensó que al fin y al cabo no estaba tan mal guardar por un rato los pensamientos en el bolsillo y dejarse llevar por el columpio de las costumbres.

Pisó la colilla, respiró profundo, se calzó las zapatillas y empezó a caminar lentamente las ocho cuadras. La luna le prestaba luz.