“Vinieron de la tierra del roble milenario”

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LOS ABUELOS Y SUS HIJOS

La autora relata la historia familiar a partir de la figura de su abuelo José, y de su abuela Filomena, describe la tierra que recibió a los inmigrantes llegados de Italia y rinde un homenaje a Julio Migno, el poeta de la Costa.

TEXTO. CARMEN SOFÍA MIGNO DE OYARZÁBAL. FOTOS. GENTILEZA DE LA AUTORA.

“Vinieron de la tierra del roble milenario

a esta lejana tierra del pajonal dormido.

Cambiaron su paloma de alero y campanario

por la calandria india de lo desconocido”.

José Pedroni

El Atlántico acuna los sueños, recalar en la tierra elegida, de este italiano, ¿genovés?, nacido en 1841: José Migno, “arquitecto de su propio destino”, que océano de por medio diluye para siempre los lazos de su consanguinidad. Sus antecedentes familiares, tal como consta en el acta de defunción, excepto un presunto y único hermano que habría venido con él para afincarse en otro solar y que en algún momento, en su precario intercambio de noticias, le habría hecho notar que el apellido correcto es con “g” y no con “j”. En rigor de verdad, la variante consta caprichosamente en la documentación y sin explicación alguna. Seguramente emanaba del conocimiento de la lengua que cada escribiente de turno poseía.

Los limites geopolíticos de Europa no eran los actuales ni mucho menos así que todos los rastros efectuados hace unos pocos años sobre el lugar exacto del nacimiento dieron en el vacío... Sólo una certeza: nacionalidad italiana.

EL ABUELO JOSÉ

1856. Esperanza es sólo un asentamiento y desde Massongex (Cantón de Valáis) Francisco Gallay y Teresa Genolet arriban tras interminable viaje. Traen consigo a Alfonso, el hijo mayor, y a María Teresa Filomena. Luego vendrán, ya en estas tierras, los otros hijos. Sin poder precisar cuánto tiempo dura su permanencia acá, se trasladan luego a la Colonia Francesa y son de los primeros habitantes. Alejandro Couvert la habría establecido en 1862, al sur de San Javier. Como cabeza de familia, el nombre de Francisco Gallay consta en una placa dispuesta en el Monumento a la Agricultura, en el centro de nuestra Plaza San Martín. Francisco muere siendo aún joven a causa de un accidente: se disparan los caballos de la “chata” que conduce y las ruedas le pasan por encima.

El paso del tiempo, entre sus avatares, tiene reservado un destino porque en enero de 1875, en la iglesia de la Reducción se realiza el casamiento del abuelo José (30 años) con Filomena (éste es el nombre que la identifica) Gallay, de 20 años de edad, anotada en el acta de matrimonio con el apellido alterado: Galé. La suerte está echada: nace para la historia familiar la abuela Filomena.

Un “detalle de color”, puede decirse, es la rotunda negativa del abuelo a pagar el estipendio que le solicita la Parroquia. Sólo abona ocho pesos en concepto de “dispensa de las dos proclamas”. El hecho consta en el margen del acta pertinente.

Y comienza a llegar la descendencia, prolífica hasta completar la docena: 6 varones y 6 mujeres. José, Francisco, Bonifacio, Julio, Teófilo y Serafín, la rama vigorosa de esta genealogía que tratamos de armar atando muchos cabos sueltos y con la valiosa ayuda de “fuentes” familiares. Y ellas: Teresa, Rosina, Filomena, Severina, Josefina y Luisa, la menor, que muere aún niña a causa de la mordedura de una víbora.

EL SUELO QUE HABITARON

Opimo, generoso en pastura natural, desde muy atrás en la historia, permite que prolifere el ganado y como los campos no están delimitados se mezclan los de distintos dueños y sólo algún obstáculo engendrado por la naturaleza misma le pone coto: por ejemplo un arroyo.

Un serio problema lo constituye la proliferación de perros cimarrones, de extrema ferocidad, que recién en 1860 pueden ser exterminados. También las sequías van diezmando la hacienda.

Para dirimir con exactitud la pertenencia de los rodeos se implementa la marcación de la hacienda a fuego, sobre el cuero del animal. Posteriormente, a mediados del siglo XIX, el alambrado permite la subdivisión de los campos y la adopción de los molinos de viento atempera los estragos de la falta de agua.

San Javier halla en la ganadería su fuente más rentable, mayor que las necesidades de sus habitantes. En la época del jesuita Florián Paucke (1752-1767), cronista permanente de las vicisitudes afrontadas, surge un intercambio comercial que la hace pasar al frente, pero al ser expulsada del país la Compañía de Jesús, las estancias quedan huérfanas de asistencia, y al tiempo, ya fraccionadas, pasan a ser vendidas.

Hasta aquí no se ha planteado el tema del “aborigen”, dueño absoluto de las tierras. Su desalojo no se produce de un día para el otro sino que se prolonga durante muchos años y con un alto precio en vidas, de ambos lados.

El camino está expedito para el florecimiento de las Colonias. Entre éstas, la de nuestro interés, la Francesa, en la cual se afincan Manuel y Francisco Couvert, M. Wouilloz, Luis y Alejo Genolet, Francisco Gallay (h.). La estancia del abuelo José es compartida con todos sus hijos.

LA VIDA CONTINÚA

La prosperidad económica va de la mano del arduo trabajo y el abuelo se convierte en “acaudalado estanciero”.

Su casa es, puede decirse, una mansión, con todos los adelantos de los que carecen las demás. Por ejemplo, la iluminación es igual a la del Palacio San José, del Gral. Urquiza.

Posee dos sótanos, tres pozos negros con los que no cuenta ninguna otra. Su caja fuerte, propiedad actual de uno de sus nietos, no la han podido remover ente cinco hombres. El primer auto, un Fiat, con potente farol de bronce al frente que da aspecto de inmensa robustez.

Siempre busca lo mejor para su familia. Viaja a Rosario con cierta frecuencia y de aquí trae para las hijas las mejores telas para la vestimenta. Pide las más costosas, como manera de asegurarse óptima calidad. A cada hijo lo dota de un campo, con una sola excepción...

Pero también la adversidad ha de tocar su puerta. Corre el año 1910. La abuela Filomena, para deleite de su prole, se aboca a preparar una olla de dulce de leche casero, por supuesto. No tiene en cuenta las diferencias de temperatura ambiente, y el contraste del aire exterior con el calor generado por el fuego le asesta un golpe mortal: endocarditis neumónica. A los 56 años se despide de la vida. El abuelo la sobrevive hasta cumplir los 84 años, en 1925, cuando cae víctima de una arteriosclerosis generalizada.

SAN JAVIER DONDE NACÍ

“Timbó, laurel, curupí,

Lindos ceibales en flor

pago de indio mocoví

San Javier donde nací

no hay otra tierra mejor”.

Julio Migno

1892. Con escasa diferencia de meses llegan a la vida, en San Javier, el hijo menor de José y Filomena y la hija menor de Juan Traverso -italiano sin precisión de lugar, comerciante- y de Amelia Couvert, oriunda del Cantón de Valais, los abuelos maternos, Serafín y Leticia Timotea (el segundo nombre siempre lo ocultaba), mis padres.

La vida va transcurriendo como puede ser en un pueblo chico, con calles de arena. Las casas son inmensas, con ventanas enrejadas hasta muy abajo y dan a la calle; patios con perfume de madreselvas y diamelas que la brisa fresca del río que corre a sus espaldas esparce por doquier. Las tertulias musicales en “la sala” familiar son el pasatiempo predilecto: piano y violín.

Pero no siempre la calma pueblerina es la que reina porque la presencia del indio es un peligro latente. En una oportunidad, los mocovíes acantonados en la zona del cementerio se preparaban para invadir el pueblo, con Dios sabe qué resultados. Pero un lugareño alcoholizado, en la víspera, los provoca y así da el alerta que hace abortar el diabólico plan. Este recuerdo cada tanto salía a la luz en el relato materno.

Llegada “la edad de merecer” se hace el pedido de matrimonio correspondiente y la respuesta del abuelo Traverso es: “Si es con Serafín, si”. A los 26 años, en la iglesia local, ambos manifiestan que es su voluntad casarse “tomándose recíprocamente por marido y mujer”. Estamos hablando de Leticia, y Serafín (acta parroquial nº 8). Pero ella impone una condición inapelable: que su esposo debe “sacarla” de San Javier por aquellos de “pueblo chico, infierno grande”. Y así es: Serafín ya tiene su título de Escribano Público y emigran hacia la ciudad de Santa Fe. Aquí nace María Leticia, y posteriormente, cuando un año después se afincan en Esperanza, van llegando Amelia Filomena, Héctor José, Noemí del Huerto e inesperadamente, con mucho retraso, quien ésto escribe: yo.

Como los estudios de mi padre demandaban gastos diversos y siguiendo una tradición, “profesión o campo”, él no recibe como sus hermanos la parcela de tierra, pero con el paso del tiempo puede hacerse de un capital que le permite ir adquiriendo de a poco diversa cantidad de hectáreas, y así llega a completar las mil y una isla para casos de inundación. Nace entonces la Estancia “La Noemí” sobre un brazo del río San Javier, a 7 leguas del pueblo, que por muchísimos años es el deleite de la familia, en especial de los nietos, y los amigos. “A Cóbora no, a Cacavier”, es el reclamo infantil (“a Córdoba no, a San Javier”) cuando se trata de fijar el lugar de veraneo.

Muy próxima a ella, casi a un tiro de piedra del río, la Colonia de Teresa, como la designa don Jorge González dueño del boliche, porque esta hermana de papá dona los terrenos para la iglesia y la escuela. Después será Colonia Teresa, así de simple, camino a ser comuna.

EPÍLOGO

No es posible darle fin a esta reseña sin dedicar un espacio a los descendientes. Indudablemente, la trascendencia de Julio Migno, el poeta de la Costa, nieto de los abuelos José y Filomena, hijo de tío Julio que es uno de los hermanos menores, seguramente y con razón, opaca a todos los demás. Cantor de las islas, el río, los pájaros, hurga en la matriz costera y logra radiografiar y comprender el sufrimiento del indio, de los peones, de los pescadores, de los marginados. En el prólogo de “Cardos y estrellas”, antología que formó y contiene a mi entender los poemas más significativos, confiesa no ser poeta gauchesco porque el gaucho ya es bronce en la historia y le merece demasiado respeto. Es escritor de lo que ve y siente.

“Soy de tus islas un timbo cualquiera,

y en los zanjones curupí a las vientos.

Sauce embrujao de cualisquier barranca

Y un yanto colorao entre tus ceibos,

Y soy por una herencia de la suerte,

Con mi lanza en la voz, sanjavielero”.

El pasado 6 de octubre se cumplieron los cien años de su nacimiento y San Javier toda se entregó a celebrarlo. En los diversos actos indudablemente el actual Intendente, Ing. Mario Enrique Migno (ya en su 5º mandato), sobrino de Julio, tuvo mucha injerencia, junto a la secretaria de Cultura Olga Migno, hija del poeta.

Mariano Cabral Migno, brillante concertista de piano, con una buenísima actuación en Europa, lamentablemente se frustró por razones de ambiente, que no le brindó las condiciones necesarias para continuar el despliegue de un arte que implica un ámbito propicio y presupuesto, y consecuentemente se volcó a la docencia.

Y así se fue generando, especialmente a través de Julio, el prestigio del apellido; la popularidad quizás se la fuimos dando, luego de muchos años de profesión, de cargos y de oficios, los múltiples descendientes.

Sea este mi homenaje a los abuelos que no conocí, pero cuya herencia moral me condiciona y enorgullece.

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LOS ABUELOS con sus nietos

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LOS ABUELOS Y parte de su descendencia.