La vida como espacio privado

Por Miguel Roig

En la calle 14, entre las avenidas Séptima y Octava de Nueva York, se encuentra la Spanish Benevolent Society, un club español fundado en la segunda mitad del siglo diecinueve y cuyo fin era recibir, ayudar y contener, incluso hospedar, a los inmigrantes españoles que llegaban a los Estados Unidos. Picasso, Dalí, García Lorca y Buñuel se encuentran entre los huéspedes más notorios.

Está ubicado en la calle 14 porque al final de la misma, dos bloques más abajo, en la orilla del río Hudson, está el muelle del mismo número donde atracaban los barcos que llegaban de España. Los emigrantes españoles sólo tenían que caminar doscientos metros para recibir, si es que lo necesitaban, todo tipo de ayuda u orientación. Mi abuelo, en 1917, hizo ese trayecto después de cruzar el océano a bordo del buque Montevideo, de la Compañía Trasatlántica, que había zarpado del puerto de Barcelona.

En los bajos de la institución está La Nacional, un restaurante y cafetería que suele reunir a un grupo de emigrantes ancianos que se juntan por las tardes a jugar al dominó y a conversar hasta que cae la noche.

La tarde que me acerqué fui bien recibido por el grupo, e incluso invitado a beber cerveza con ellos.

Puede que haya habido españoles a los que el destino les proporcionó un buen pasar en la ciudad, pero estos hombres mayores, emigrados en los años setenta del siglo pasado, se lamentaban de las dificultades para sobrevivir, y alguno confesó que recibía ayuda de su familia desde España.

Bajo ninguna circunstancia se plantean el regreso -la edad también trae fatiga y el arraigo a ciertos hábitos- y asumen ese espacio, La Nacional, como una suerte de segundo hogar, de lugar en el mundo.

Esta historia, de emigrantes de los setenta, contrasta con la prosperidad de la familia Alcántara en la conocida serie televisiva “Cuéntame”, en la España del desarrollismo económico impulsado por el franquismo. Estos hombres no tenían cabida en aquel modelo.

He recordado ese encuentro en La Nacional leyendo un artículo publicado en The New York Times en el que se da cuenta de una situación que afronta la cadena McDonalds, y en menor medida las cafeterías Starbucks.

Parece ser que mucha gente, principalmente de edad avanzada, pasa sus horas en estos establecimientos consumiendo un café. Como es lógico, aquellas personas desocupadas o de recursos ínfimos, como suelen serlo los ancianos que gozan de unos ingresos mínimos, encuentran en estos establecimientos un refugio y un espacio social sui generis, pero un ámbito acogedor al fin para quienes carecen de un marco de contención no ya comunitario sino incluso afectivo.

El artículo, que describe con una neutralidad exquisita la situación, informa que el responsable de un McDonald's de Queens (uno de los distritos de la ciudad de Nueva York ubicado al este de Manhattan) llegó a solicitar ayuda policial para obligar a un grupo de clientes a abandonar el local.

Es obvio que todo establecimiento se reserva el derecho de admisión, pero aquí, una vez más, lo sucedido remite al modelo en el que vivimos y que, al haber convertido los Estados en marcas con objetivos de mercados, límites presupuestarios y exigencias de beneficios (¿qué es sino la demanda de superávit?), han transformado lo público en privado y establecido también un derecho de admisión. ¿O acaso la exclusión no es eso?

Mi abuelo no se quedó en los Estados Unidos. Terminó sus días en la Argentina, y afortunadamente jugaba al dominó con sus nietos.

Tampoco vivió para ver la serie “Cuéntame” por el canal internacional de Televisión Española. Le hubiera hecho gracia ver al protagonista comprando un Seiscientos en un tiempo en el que sus hermanos seguían labrando la tierra para salir adelante.

Al haber convertido los Estados en marcas con objetivos de mercados, límites presupuestarios y exigencias de beneficios, han transformado lo público en privado.