El difícil identikit de los correctores

Por Fernando Frolio

Los correctores, ¿constituyen un oficio, una secta o una raza? Existían ya antes de la invención de la imprenta; los romanos del siglo IV y V corregían textos de muchos autores, desde Virgilio hasta Apuleyo, y después estuvieron esos monjes que escribían y corregían manuscritos ejercitando “una piedad centrada en las letras”, ya que esa práctica era para ellos una “forma de ejercicio textual al servicio de Dios”. Pero desde luego fue con la imprenta cuando el oficio se volvió, digamos, oficial, y en los talleres aparecen esos personajes que controlan de a dos el original y la copia, uno leyendo en voz alta, y que ya antes de que los textos lleguen a los cajistas y componedores leen, corrigen y pasan en limpio los manuscritos. Y que también, en ese límite todavía hoy impreciso con lo que consideramos un “editor”, leían los originales y redactaban avisos, portadas, tablas de contenido, títulos de capítulos, índices y paratextos que servían a lo que ahora podría llamarse “proveedores de contenidos”.

Ya a inicios de 1500 la corrección (como la ingeniería del software) era considerada una ocupación que requería un tipo particular de persona, y Anthony Grafton (Estados Unidos, 1950) persigue el identikit de esa persona en un libro apasionante: “La cultura de la corrección de textos en el Renacimiento europeo”, que acaba de publicar en la Argentina la editorial Scripta Manent. Transcribe por ejemplo la carta de alguien que recomienda a su propio yerno a una imprenta y al mismo tiempo presenta un desalentador retrato del corrector ideal: “Nunca ha estado apasionadamente interesado en nada tanto como en el estudio de las lenguas latina, griega, hebrea, caldea, siríaca y árabe (aquellos que discurren familiarmente con él en estas lenguas afirman que es más que un erudito promedio) y en las humanidades; también corregirá con lealtad, cuidado y fidelidad cualquier cosa que se le confíe, sin buscar nunca hacer alarde de su conocimiento o presumir delante de otros, pues es muy reservado y perseverante en las tareas que se le asignan”.

El mucho trabajo mal pagado es otra característica que se perfila en el buscado retrato: allá por 1470 ya hay un corrector que denuncia que tiene que trabajar demasiado y demasiado rápido. Y sobre un erudito corrector de Basilea, su hijo escribió que había conquistado en su juventud “cosas que parecían terribles a otros, como soportar la pobreza, las noches sin dormir y el hambre”. Y en 1556 hay testimonios de eruditos que confiesan haber aceptado el trabajo de corrector “sólo” porque estaban en la miseria.

Y sobre los correctores pesa un estigma desde aquel Renacimiento, esa etapa de nuestra civilización en la que “todo humanista se veía como un ‘corrector' diestro”, corrector de textos y corrector del mundo: “Los correctores eran conocidos, en el mundo literario, menos por su rigor y su precisión que por sus errores, a veces bestiales”. Y como eran tiempo de feroces luchas religiosas entre católicos y protestantes, Grafton señala que algunos de esos errores, a veces bestiales, “eran deliberados”.

Otro rasgo ineludible en el retrato del corrector es que desde siempre el corrector ha debido ser un lector. Lector literal, lector en voz alta, lector silencioso, sabio o limitado: “Se comenzaba como lector y se aprendía el oficio de corrector leyendo textos, lenta y claramente, a un compañero de más antigüedad... Tanto el método colaborativo, oral, que los lectores y correctores empleaban, como su división del trabajo, que trataba a la lectura como la tarea más elemental, tenía raíces antiguas. De hecho, ambos iban mucho más allá de los orígenes de la imprenta, al menos hasta los orígenes de la erudita cultura manuscrita cristiana”.

El ensayo de Grafton es una historia singular que contiene mil historias hasta llegar a una del presente. Un escritor (y librero y editor) alemán, Martin Krüger, cuenta que tenía un tío enclaustrado en un caserón lleno de libros de colección. El hombre dedicó toda su vida a compilar una “Historia y teoría del error tipográfico desde Gutenberg”, tan voluminosa como para concluir afirmando que “toda la historia del mundo en forma escrita era un malentendido que se apoyaba en erratas”.

Sobre los correctores pesa un estigma desde aquel Renacimiento, esa etapa de nuestra civilización en la que “todo humanista se veía como un ‘corrector' diestro”, corrector de textos y corrector del mundo.