Crónica política

Las decisivas batallas de la política

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por Rogelio Alaniz

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El presidente Macri anticipó que iba a vetar la llamada ley antidespidos, y lo hizo. Como se dice en estos casos: el que avisa no es traidor. Los opositores pusieron el grito en el cielo. Están en su derecho. A nadie le gusta que le veten una ley, sobre todo, una ley que, según sus voceros más entusiastas, protegería a los trabajadores de las desgracias de los despidos. Lo que importa saber en este caso es que Macri también está en su derecho. Lo que Macri hizo esta semana, otros presidentes se cansaron de hacerlo. Con una observación en el caso de la Señora, ya que recurrió a esa atribución de manera más moderada porque había transformado al Congreso en algo así como una escribanía de su poder y, por lo tanto, a los proyectos enviados por el Ejecutivo no se les modificaba ni una coma. En consecuencia, el veto no era necesario.

Macri vetó la ley antidespidos -una manera un tanto pomposa y un tanto mentirosa de designar a una norma- con los mismos argumentos que en su momento usó la Señora y sostuvo ese soldado leal de cuanto burócrata sindical con pinta de gángster ande dando vueltas por el gremialismo argentino, que se llama Recalde; Recalde padre, se entiende, porque Recalde hijo, en efecto, honró la consigna del pleno empleo llenando de ñoquis, inservibles y alcahuetes a la empresa Aerolíneas Argentinas. Populismo que le dicen, populismo y del barato, al mejor estilo chavista, para citar un ejemplo a mano y muy caro para la ilustre memoria K.

El futuro dirá si la razón estaba de parte del Macri. Y esto sucederá cuando efectivamente la economía se recupere y crezcan las inversiones, el empleo y la productividad. ¿Podrá hacerlo? Está por verse, porque así como sabemos que el empleo o la pérdida de empleo no se resuelve con una ley, sobre todo cuando a la ley se le atribuyen virtudes mágicas, también sabemos que la apuesta de Macri es fuerte y puede ser ganadora, aunque no está escrito que sus efectos benéficos sean tan evidentes.

Por lo pronto, en estos días, los juegos de la política se cumplieron respetando los reglamentos, las reglas del juego. La oposición disponía del derecho de hacer alianzas, establecer acuerdos y coaliciones, pero ese derecho también lo alcanzaba al oficialismo. Si el peronismo suponía que se iba a encontrar ante políticos impotentes o ingenuos, la cruda realidad parlamentaria les demostró lo contrario. Quienes se consideraban los maestros de la simulación, la finta, la improvisación actoral o la camándula, se encontraron para su sorpresa y desagrado con rivales dispuestos a igualarlos y a superarlos en ese juego.

Los políticos de Cambiemos no hicieron nada fuera de la ley, pero aprovecharon todas las facultades que les brinda el poder y actuaron en consecuencia. Si el peronismo se unió para acorralarlos, ellos se ocuparon de desunirlo; si el peronismo intentó apretar a través de sindicalistas, gobernadores y operadores mañosos, el oficialismo se las ingenió para conversar por separado con cada uno de ellos, sabiendo de antemano que no sólo estaba lidiando con jugadores tramposos, sino también con jugadores dispuestos a traicionarse entre ellos ante la primera oferta ventajosa.

Los resultados están a la vista. Cambiemos terminó “apoyando” el proyecto del Frente para la Victoria, acordando con los sindicalistas a través de las paritarias y las obras sociales, seduciendo a los gobernadores con la coparticipación y aprovechando todas las contradicciones internas del massismo y la flamante conducción del Justicialismo, motivo por el cual Massa, Scioli y Gioja se quedaron hablando solos. Finalmente, Macri vetó la ley, recurso constitucional conocido y que, a contramano de opinadores y consejeros, lo anunció con anticipación, motivo por el cual los codiciosos políticos peronistas sabían muy bien que hicieran lo que hicieran la ley no iba salir, motivo por el cual prepararon, por un lado sus discursos republicanos acerca de las virtudes de un Parlamento en el que nunca creyeron, mientras en voz baja se preparaban para negociar con el odiado adversario.

Macri demostró, por si alguien no termina de entenderlo, que no es un político improvisado, que sabe hacer uso de los recursos e instrumentos que le brinda el poder y que a la hora de tomar decisiones no vacila ni se queda paralizado de miedo. Claro que se equivoca como cualquier hijo de buena vecina, pero como contraste dispone de una virtud que muchos políticos envidiarían: una inusitada capacidad de corrección, corrección que en este caso, y por ahora, no se identifica con la debilidad o la derrota, sino con la capacidad para entender los procesos y entenderse a sí mismo.

El futuro dirá. El gobierno está obteniendo más victorias que derrotas, pero en política se sabe que la batalla más dura es siempre la que espera en el futuro. Por lo pronto, dentro de unas semanas se habrá iniciado el segundo semestre, y si le vamos a creer al oficialismo, pronto comenzarán a percibirse los beneficios de una nueva política económica. Ojalá así sea. Yo, por lo pronto, tengo mis reparos, no tanto porque descrea de sus promesas -tampoco soy un creyente ortodoxo- sino porque en economía no sucede como con los días, que después de jornadas de mal tiempo, lluvias, frío y borrascas, uno se despierta y hay un sol radiante.

Para ser más preciso, diría que la percepción de los beneficios que pueda brindar la economía no suelen ser inmediatos, ni todos lo perciben al mismo tiempo. Es allí cuando la política, además de una necesidad se transforma en un arte, el arte de convencer a la sociedad de que el rumbo de la economía es virtuoso y que las dificultades que se ven son inevitables pero superables. En política, como en la vida, todo tiene un límite. Ningún discurso, ni siquiera el más inspirado, se puede sostener si no existe una base fuerte de sustentación. El gobierno se esfuerza por crearla; el futuro dirá.

Abraham Lincoln siempre le decía sus colaboradores, con los que le gustaba conversar a la caída de la tarde, que antes de asumir la presidencia estaba convencido de que jamás podría dejar satisfecho a todo el mundo. Nadie puede hacerlo, salvo los dictadores que imponen por decreto la alegría y la felicidad de todos. Los dictadores y sus epígonos populistas exagerando las pocas virtudes y disimulando y ocultando errores, vicios y calamidades.

No se puede dejar contento a todo el mundo, pero sí es importante saber que en las actuales sociedades no se puede gobernar -sencillamente es imposible- sin un consenso más o menos sólido. Todo consenso por definición es inestable, suma, resta, divide y multiplica, pero en el balance final produce resultados positivos, resultados afines a la gobernabilidad. Para ello, es necesario que la economía funcione. Lo demás depende de la muñeca política, de la capacidad para forjar acuerdos y, sobre todo, tener claro que aunque la oposición puede ser la más buena y juiciosa del mundo, si el gobierno flaquea, la dentellada más inocente atacará a la yugular. Reglas del juego que le dicen. Nada personal, como le gusta sentenciar a los mafiosos, que si algo aprendieron en su vida fue acerca del arte inmisericordioso y brutal del poder.

El segundo semestre está próximo, pero a la hora de evaluar las batallas decisivas con los números en la mano y el saldo de sobrevivientes y caídos, habrá que esperar hasta el año que viene. En efecto, serán las elecciones legislativas de 2017 las que juzgarán los aciertos de unos y los vicios de otros. Comicios intermedios como los previstos para el año que viene encierran una simulación o una treta. Se supone que se vota para elegir legisladores, pero en realidad se vota para saber si el presidente continúa o no en el poder. Acerca de lo que digo, puede haber matices, pero en lo fundamental es así. En países con instituciones más sólidas y hábitos políticos más civilizados, un gobierno puede perder las elecciones intermedias y seguir en el poder. En la Argentina me temo que no. Y mucho menos si ese gobierno no es peronista. Cualquier duda, pregúntenle a Alfonsín o a De la Rúa cómo les fue cuando perdieron en 1987 y 2001.