“LA LUNA Y EL POZO” EN HUMBOLDT

Cuando la teatralidad estalla

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“Es una historia de amor, de doloroso y verdadero amor, que clava el escalpelo”.

Foto: Gentileza Producción

 

por Roberto Schneider

Es de noche. Grillos o chicharras. Y ranas también. El sonido invade la escena limpia, con un sillón que permite contener un cuerpo tal vez atormentado. En el fondo, la multiplicidad de pequeñas estrellas ilumina la negritud. “Con la sensación de que me habían vaciado el pecho con una cuchara, supe que la verdadera felicidad estaba en el silencio del campo, en la llanura, ese espacio que había acompañado mis sueños de infancia y que mi cuerpo anhelaba como el único refugio capaz de contenerme”. La expresión de la protagonista de “La luna y el pozo”, obra de María Rosa Pfeiffer estrenada por el Grupo de los Diez en el Tiro Federal de Humboldt, hace profesión de fe y cala profundo en el alma. Como tantas otras en el devenir de un texto plagado de poesía y de verdades.

Actriz o actor es quien representa, o sea que sustituye a un personaje ideado por otro, al que encarna. Su personalidad queda subsumida a la creación de otros. Es lógico, por lo tanto, que haya entre los intérpretes una profunda inestabilidad, ya que al mismo tiempo su misión es agradar a un tercero, que es el público. Por si fuera poco, las reglas del juego están relacionadas con algo tan inasible como es el gusto de la masa, cuya reacción es, por lo general, arbitraria. Por ello, la actriz o el actor han de seducir para obtener una correspondencia que justifique su artesanía. Si los espectadores se muestran reacios a aceptar esa aproximación que tiene mucho de amorosa, quien está en la escena quedará solo, despechado y por ende frustrado.

Pfeiffer comprende de manera rotunda lo que pasó por dentro de alguien que ha elegido el teatro como medio para expresarse. Sabe que los hacedores muestran a los demás un aspecto del mundo, pero no pueden hacerlo si no muestran a la vez un aspecto de sí mismos. Alguna vez, Molière sostuvo que “la mujer guarda sus secretos más íntimos con el deseo oculto de que sean descubiertos”. Esta idea seduce a esta dramaturga, ya que en sus obras analiza íntimamente el comportamiento femenino. Ahí están “La mujercita del Rhin al Salado” o “Merceditas, amor mío de una vez” por citar sólo dos ejemplos.

En “La luna y el pozo”, la protagonista es una criatura frágil que esconde un mundo interior profundo, doloroso y sensible y que se descubre a sí misma para cambiar. Tras ver trasladado su texto a escena cabe reflexionar que quizás sea uno de los mayores atractivos -o de los más insondables misterios- de la peripecia humana el no saber qué nos va a ocurrir el día siguiente: si nos sorprenderá la muerte o hallaremos nuestra plenitud, nuestra definitiva felicidad. Esa mujer está marcada irremediablemente, en lo más profundo, por algo que modifica y engrandece a la criatura humana: el amor. El amor la cambia, la ennoblece, la engrandece, la enoja, la reconcilia consigo misma y con la vida y le despierta una generosidad y una capacidad de renunciamiento de la que no se creía capaz.

La propuesta se agranda -en el mejor sentido del término- por el excelente y soberbio trabajo de dirección de Edgardo Dib. Así, la totalidad sacude y conmueve por lo emotivo y sensible. Todo está relatado con una enorme sencillez y rigurosidad, poniendo el acento en los aspectos vivenciales de su protagonista. Es, en definitiva, una bella propuesta teatral. Y no sólo por la exquisitez del texto y la belleza de sus imágenes, sino por lo que tiene de humano. Esto no sorprende si remarcamos la labor dibiana. Aquí no hay muertes violentas, ni efectos, ni espectacularidad de ninguna clase. Es una historia de amor, de doloroso y verdadero amor, que clava el escalpelo.

Claro que el mejor acierto está en la elección de la actriz. María Rosa Pfeiffer logra en su trabajo vibraciones interpretativas propias de un violín. Su trabajo es perfecto por los matices y las sutilezas que la actriz impone en la composición de esa mujer sencilla, casi rutinaria, casi tosca, que se redescubre como hembra y como ser palpitante. El diseño escenoplástico y vestuario son de Dib, Pfeiffer y Osvaldo Pettinari; el diseño de iluminación, la banda sonora y gráfica llevan la firma de Dib; los arreglos y la realización de banda sonora son de Walter Walker y técnico de luces es Rubén Flandug. Todo en armónica calidad, más la labor de la actriz y el director para lograr la excelencia plena.