Crónica política

De las pesadillas del pasado a las incertidumbres del presente

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Por Rogelio Alaniz

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Sería una evidente exageración sostener que Marcelo Tinelli es el jefe político de la oposición a Macri, no sólo porque una entrevista en Olivos no habilita ese rol, sino porque mientras la política siga siendo política, oposición significa además de objetar a un gobierno o tomarlo para la risa, tener un proyecto de poder, ofrecer una alternativa que la sociedad escoge para criticar al gobierno realmente existente, mérito, condiciones y virtudes que el señor Tinelli está muy lejos de exhibir, si es que efectivamente este conductor televisivo “exitoso” se propone ser presidente de los argentinos, habida cuenta de que pareciera que fracasó su aspiración de ser presidente de la AFA.

Lo que correspondería preguntarse, en todo caso, es si un presidente de la Nación debe otorgarle esa importancia a un personaje de la farándula, un interrogante que en la Argentina que vivimos no se resuelve con respuestas rápidas, ya que a nadie escapa que en una sociedad con sus partidos políticos en crisis no resulta extravagante alentar la fantasía que la oposición a un gobierno la manifiesten conductores televisivos, ases del deporte o cantantes cuyas fotos lucen orondas en peluquerías, talleres mecánicos, clubes, vecinales, o en los cuartos de chicas y chicos cuya máxima aspiración de vida es ser convocados, por ejemplo, a bailar con Tinelli.

Sin embargo, y hasta que alguien demuestre lo contrario, el presidente de la Nación es la máxima investidura de la Nación, un título que no lo constituye en monarca absoluto, pero tampoco en un maniquí complaciente de cuanto personaje famoso pulule por los escenarios de la farándula. Se dirá que Tinelli como fenómeno social, no es muy diferente, por ejemplo, a Berlusconi, una comparación más ingeniosa que verdadera, porque con sus escabrosas singularidades y lujuriosas excentricidades, el señor Berlusconi se las ingenió para constituir un proyecto de poder, algo que Tinelli aún no ha hecho. En consecuencia, a quienes probablemente tengamos una visión “tradicional” de la política, nos asiste el derecho a preguntarnos si es pertinente y legítimo para la propia investidura presidencial otorgarle al señor Tinelli el lugar de un par político.

Es probable que en el mundo que vivimos estas cuestiones sean apenas una anécdota, un episodio absolutamente menor en un escenario con problemas sociales, económicos y políticos acuciantes. Incluso no se debe descartar que, efectivamente, a Macri hoy le ocasionen más problemas las humoradas de los imitadores contratados por Tinelli -cuyos spots y jingles llegan a millones de personas-, que las críticas sesudas de intelectuales, políticos y periodistas cuyos contenidos circulan en ámbitos más reducidos y, por definición minoritarios.

Si esto fuera así, deberemos admitir que somos prisioneros definitivos de la sociedad de consumo, y que el destino de la política, por lo tanto, será la de convertirse en un apéndice complaciente de estos fenómenos, una posibilidad que más de un cientista social considera, con las mediaciones y equilibrios del caso, real y hasta deseable. Es que resueltas las cuestiones simbólicas del poder, la verdadera lucha por el consenso se resolvería no en los escenarios tradicionales de la política sino en la disputa cotidiana por la gobernabilidad, disputa que incluye sostener los niveles de consumo que el mismo sistema alienta y promueve.

Admitiendo, entonces, que Tinelli es un símbolo inevitable pero difuso de la política, corresponde preguntarse dónde hay que definir los contenidos reales, porque hasta el animador y teórico más entusiasta de la farandulización de la política, sabe muy bien que en la sociedad y en los ámbitos reales del poder se imponen decisiones cuyos contenidos reclaman saberes técnicos imposibles de improvisar, experiencia para interactuar en los climas borrascosos de lo social y capacidad para tomar decisiones cuyas consecuencias suelen ser inciertas. De modo que por un camino o por otro, la política vuelve a instalar sus reales, a definirse como la actividad más o menos lúcida, más o menos conflictiva, destinada a explicar y transformar a las sociedades en una dirección u otra.

No habría que descartar que la iniciativa de transformar a Tinelli en interlocutor del presidente y, por lo tanto, en algo parecido a un opositor, no sea más que una suerte de astucia de Macri, habida cuenta de que quienes deberían ejercer ese papel no están por ahora en condiciones de hacerlo; y todo hace pensar que, salvo incidentes sociales inmanejables, durante un tiempo más o menos prolongado contarán con escasas posibilidades de presentarse como los líderes de una oposición democrática.

Por lo pronto, Daniel Scioli, el principal competidor de Macri en las elecciones del año pasado, en estos días está más preocupado en atender sus querellas judiciales, incluso el sugestivo suicidio de uno de sus principales colaboradores, que en liderar los millones de votos que recibió hace siete meses, adhesión electoral que hoy seguramente se ha reducido a su mínima expresión.

Algo parecido, pero con un tono policial más marcado, puede decirse de la Señora, quien ya ha admitido que puede llegar a ser una presa política, cuando en realidad, y para ser sinceros con las palabras, habría que decir que más que una presa política tiene ciertas probabilidades de convertirse en una política presa, situación que hasta el momento ha podido eludir no tanto por ser inocente sino por pertenecer -aunque sus seguidores juveniles se nieguen a admitirlo- al campo de los poderosos, al sector social de los multimillonarios que siempre cuentan con abogados habilidosos y jueces complacientes para eludir la acción de la Justicia. Habría que señalar al respecto, que en nombre de los valores de la igualdad ante la ley no deja de repugnar a nuestra imagen de la Justicia que Milagro Sala esté presa, mientras que quien fuera su jefa y de alguna manera su cómplice, esté libre.

Si es verdad que la Señora siegue siendo la figura política más representativa del peronismo, queda claro que Macri puede respirar tranquilo, porque si algo parece ser un sentimiento mayoritario de esta sociedad, es que ella encarna los valores más detestables de la política: narcisismo, corrupción, autoritarismo y frivolidad.

Por si alguna duda quedaba al respecto, la Señora la disipó “bajando” a Buenos Aires para participar en un acto programado con la embajada de Venezuela en homenaje a Hugo Chávez, aunque sinceramente habría que preguntarse si no fue un homenaje a Antonini Wilson y Claudio Uberti, los dos honorables militantes del vigorosos socialismo del siglo XXI.

Que la supuesta líder de la causa nacional y popular se identifique con Chávez y la Venezuela que exhibe los indicadores de corrupción, inseguridad, inflación, pobreza y hambre más altos de América, no deja de ser una excelente noticia para Macri, algo así como una advertencia a los argentinos acerca del destino que nos aguardaba en manos de la tribu K, una suerte de regalo de fin de mes para un presidente cuyas dificultades para gobernar son cada vez más visibles. No obstante, en homenaje a la verdad hay que decir que también adquieren singular visibilidad sus aciertos, destacándose en primer lugar un hecho político al que por evidente y cotidiano muchas veces no le prestamos debida atención: en esta Argentina gobernada durante doce años por presidentes que prometían ir por todo, que fustigaban desde el poder a opositores reales e imaginarios, que no excluían de sus furias reales a ciudadanos particulares, que prometían el peor de los destinos a sus opositores; en esta Argentina, maltratada por gobierno belicosos y corruptos, hoy contamos con un presidente que en principio no se vale del poder para inspirar miedo, no alienta desde su investidura el conflicto social y se esfuerza, con sus errores e impericias, pero también con aciertos y virtudes, por ser el presidente de todos los argentinos. Su desafío y el nuestro consiste en probar que es posible dar una vuelta de página a la historia.

El presidente de la República tiene la máxima investidura de la Nación, un título que no lo constituye en monarca absoluto, pero tampoco en un maniquí complaciente de cuanto personaje famoso pulule por los escenarios de la farándula.