La maestra Susana Enrique recibirá una distinción nacional

“Ser docente rural significa fervor y entrega”

  • Será reconocida con el premio Buenos Educadores de la Argentina 2016. Fue elegida por la cartera educativa local para representar a Santa Fe. Cuenta por qué eligió el campo, con su cuota de adversidad, para desarrollar su vocación docente.
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“Lo que me aferró a quedarme en el campo fue el momento en que pude entender que había pasado a ser un actor social más”, dijo Susana, rodeada de alumnos. Fotos: El Litoral

 

Mariela Goy

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Twitter: @marielagoy

La maestra Susana Enrique tiene 39 años de servicio y la edad suficiente como para haberse jubilado. Sin embargo, aún continúa al frente de la escuela primaria Francisco Narciso Laprida Nº 1009, de Colonia La María, un paraje perteneciente al distrito de Alejandra, al norte de la provincia. “Como docente rural llegás a formar parte de las familias de los alumnos, te vas involucrando en la vida y las necesidades del pueblo. Y acá tenemos proyectos sociales en marcha, como terminar el tendido eléctrico para llevar energía a las familias que aún no tienen y renovar techos de paja en algunas casas”, dice Susana, para explicar que su vocación continúa intacta y sin ánimos de retiro.

La docente fue propuesta por el Ministerio de Educación de la provincia para recibir el próximo 11 de septiembre -Día del Maestro- en San Juan, el premio a los Buenos Educadores de la Argentina 2016. Es una distinción que otorga el Estado nacional a un educador por cada una de las provincias que se destaquen por su desempeño frente a los alumnos y el compromiso con la comunidad.

De esas dos condiciones da cuenta Susana, que cumple el cargo de directora y, al mismo tiempo, da clases al plurigrado del primer ciclo de primaria. La escuelita cuenta con una matrícula de 15 alumnos y está atendida también por otro maestro para los grados superiores. Además, una docente itinerante de nivel inicial viaja hasta el paraje algunos días a la semana para dictar clases a los 3 niños de jardín.

—¿Cómo definiría ser “docente rural”? ¿Encuentra alguna diferencia con el maestro de escuela urbana?

—Ser maestra rural significa una enorme responsabilidad, un serio compromiso, desprendimiento personal y deseos de superarse más allá de las condiciones adversas. Significa fervor y entrega, ya que la educación no tiene margen para el error. Es estar preparada emocionalmente para desenvolverse sin angustias y con solvencia en medio de la soledad, de los atardeceres, del silencioso lenguaje de la comunidad, que trabaja con códigos diferentes. Implica también estar dispuesta a aprender del medio y a enriquecerse con él, como docente y como persona. La diferencia desde el punto de vista técnico, es que en la escuela rural se trabaja con varios grados en el mismo aula y con conocimientos sobre una realidad muy distinta a la urbana, donde el director también tiene grados a cargo.

Días únicos

—¿Como es un día en su escuela?

—Cada día es único e irrepetible. Por la mañana, tempranito, una vuelta por la huerta y el gallinero para ver si todo está en orden, una charla con la cocinera para organizar el día, abrir correos, realizar tareas propias de dirección y las de cualquier maestro, hasta que los niños comienzan a irrumpir con sus “buenos días, señora”, “buenos días, maestro”. Entonces, la escuela se comienza a llenar de voces que se alternan con las de las aves y de algún vehículo que raramente pasa. A medida que van llegando los niños, se disponen a realizar sus tareas, estudiar, ensayar la ejecución de los instrumentos musicales, efectuar algún trabajo pendiente en la huerta.

Al mediodía, el comedor se convierte en un espacio social donde se comparten normas, hábitos, conductas, alimentos (muchos de ellos producto del trabajo en la escuela, como las verduras, hortalizas, dulces, huevos). Luego, sobreviene un momento de recreación, donde generalmente se arma un partidito de fútbol, en el que participan todos, varones y mujeres, junto al docente. Ese espacio sirve para conocer realmente a los niños y corregir conductas, ya que es cuando ellos se manifiestan sin condicionamientos. Después, se siguen desarrollando las diferentes actividades programadas (áulicas, talleres de huerta, carpintería, avicultura, informática, música, inglés). Una vez que los alumnos se retiran de la escuela, el silencio vuelve a reinar.

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—¿Cuál fue la experiencia que la aferró a ser maestra rural?

—El motivo inicial fueron mis raíces y luego, lo que me aferró a quedarme en el campo fue el momento en que pude entender que mi rol como docente no era solamente el dar los temas escolares, sino que se había complejizado y que yo había pasado a ser un actor social. Que la escuela, además, podía servir de puente, de generador, para mejorar algunas de las problemáticas sociales de las familias y así contribuir a la mayor felicidad de mis alumnos. Así fue transcurriendo el tiempo, sin darme cuenta.

—¿Es verdad eso que se suele decir de que los chicos del campo son callados, más respetuosos y que ahí todavía perdura intacta la autoridad docente?

—Los alumnos del campo son muy respetuosos, el trato de la comunidad hacia la escuela es afable, las familias están pendientes de ella y, a pesar de sus escasos recursos, acompañan nuestra labor y valoran la tarea docente. Se torna en una relación de respeto mutuo, al devolver la escuela el interés por lo que les pasa, por sus necesidades, por sus inquietudes. Pienso que el respeto hacia el maestro no surge porque los niños sean callados o locuaces, sino que éste se da naturalmente en la medida que seamos capaces de demostrarles que estamos preparados para guiarlos, para enseñarles cosas útiles e interesantes para la vida, poniendo mucho énfasis en el ejemplo.

Ruralidad

—¿Cambió la educación rural en los últimos años?

—Por muchos años, en los inicios de mi carrera, la escuela rural estuvo desprovista de los recursos más elementales para desarrollar la tarea, pero gracias a decisiones educativas que mejoraron el equipamiento pedagógico (muchos libros, recursos didácticos, aulas virtuales), la adecuación edilicia, la designación de horas especiales, permitieron integrar la escuela con proyectos socio-productivos de la comunidad. Hoy se visualiza un avance en cuanto a la calidad educativa y a la igualdad de oportunidades, ya que los niños de este medio pueden recibir los mismos aprendizajes que los urbanos y relacionarse con ellos, a partir de olimpíadas deportivas, matemáticas, feria de ciencias, viajes de estudio. También fue muy significativa la posibilidad de acceso a oportunidades de perfeccionamiento docente, en localidades cercanas a la escuela o de manera virtual.

—¿Qué pedido haría de lo que se necesita en la escuela rural?

—Es una necesidad que todas las escuelas rurales cuenten con horas cátedra de música, inglés, tecnología y educación física ya que si bien estos contenidos son dados por los maestros, no alcanzan el nivel que tendrían con un profesor. Además, sería necesario que aquellas escuelas que tengan talleres, cuenten con partidas especiales para insumos o maquinarias (herramientas de carpintería, telas, lanas, pinturas, pequeñas máquinas para laboreo de la tierra) para continuar con el desarrollo de tan ricas y valiosas actividades para el medio.

 

El dato

Colonia La María

Es una zona rural pequeña, de 90 habitantes, ubicada en el distrito de Alejandra (Dpto. San Javier). Se accede por un camino de tierra de 35 kilómetros desde Margarita, el pueblo más cercano. Y está a 60 km de Alejandra, entrando parte por camino tierra y parte por la Ruta 1. La maestra Susana Enrique vive en Romang y se radica en el paraje de lunes a viernes para dar clases.

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análisis

Ese punto en el mapa

Emerio Agretti

Como tantas comunidades rurales, la vida en la Colonia La María se articula en torno a un puñado de instituciones. La capilla Nuestra Señora de Fátima, adonde una vez por mes acude a dar misa el párroco de Romang. El club, ubicado en el predio de al lado, que vio mejores épocas de torneos de fútbol y kermeses multitudinarias, con la infaltable cancha de bochas. El destacamento policial, donde “el milico” asignado suele vivir con su familia. Algunas ya están extintas, como el almacén de ramos obligatoriamente generales (y “bolicho” adjunto, con despacho de bebidas alcohólicas a discreción y mesas de truco a veces más agitadas de lo conveniente), y el taller mecánico de amplio espectro, con horarios solidariamente flexibles. Y, por supuesto, la escuela.

Antes recalaban ahí maestros y directores venidos de pueblos y ciudades vecinas (podría decirse), tras atravesar más de 30 kilómetros de camino de tierra, que despedía con salvas de polvareda a los vehículos en tránsito, o los retenía en los profundos surcos dejados por tractores y camionetas, y el entresijo de huellas de carros y vacas, después de las lluvias.

El director también traía a su familia a vivir, aunque fuese entre semana. Y la matrícula, bastante más numerosa que la actual, habilitaba varios cargos docentes, en dos turnos. Pero además, registraba significativas altas estacionales, cuando los peones golondrina se instalaban para la cosecha del algodón, y sus hijos repartían la jornada entre ayudar a sus padres y cumplir con sus obligaciones escolares, colmando la capacidad de las aulas y la canchita del recreo.

Ubicada a 35 kilómetros del pueblo de Margarita, sobre la Ruta Nacional 11; a 38 de Romang, sobre la provincial 1; y a 15 de Alejandra -en línea recta, superpuesta a un camino que, aunque figuraba en los planos de Vialidad, nunca se hizo-, la Colonia La María, originalmente Campo Couvert, fue una población erigida por gringos agricultores y ganaderos, que prosperó sujeta a los avatares climáticos, bulló de actividad con el arribo de “los cosecheros” y encontró una generosa fuente de recursos en la venta de los cueros de nutria, que plagaban los esteros circundantes. Mismo ecosistema en el que pululaban yacarés y carpinchos, reservando las zonas de piso más sólido para vizcachas y zorros.

La mano del hombre secó los esteros, y las nutrias y yacarés desaparecieron. A su tiempo, las máquinas reemplazaron a los cosecheros en los campos de algodón. La soja, por su parte, desplazó a los algodonales, y los pequeños lotes de pocas hectáreas pasaron a concentrarse en pocas manos, mientras sus propietarios emigraban atraídos por mejores perspectivas -a veces, la de convertirse en asalariados en zona urbana- o no tenían más remedio que desprenderse de ellos frente a la imposibilidad de afrontar las crecientes e indexadas deudas bancarias, en los aciagos ‘90.

La población se redujo drásticamente, y ésa colonia alguna vez lo suficientemente pujante como para alentar ilusiones de avance y oportunidades en los sufridos pobladores y su descendencia, se fue convirtiendo en un remedo de aquellos sueños, una dilatada escenografía para los recuerdos, un expandido rosario de taperas. Un punto de referencia geográfico más y más difuso, una sombra ya pronto.

Pero, al igual que algunos de los pobladores originales -o sus descendientes-, y otros que por una u otra razón vinieron a parar allí, la escuela permaneció. Ahora, con una directora egresada de sus entrañas. Como un enclave de civilización, como una empecinada y minimalista apuesta al progreso en la mejor manera -o quizá la única posible de entenderlo-: de uno en uno, y todos juntos. Con la pujanza de la huerta, la mano tendida del comedor, el brillo incandescente de la bandera en el cielo, el tañido de la campana acompasando risas pasadas y futuras. Y una ronda de blancos delantales frente al misterio del pizarrón.