“Yo soy mi propia mujer”

Un animal de teatro

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Julio Chávez realiza una cátedra de actuación, en una historia profundamente reflexiva.

Foto: Manuel Fabatía

 

Roberto Schneider

No es frecuente encontrar —y disfrutar- con un único actor que en la escena tiene la responsabilidad de entretener, conmover, contar una historia y hacernos viajar a una dimensión imaginaria. El unipersonal es un género difícil de abordar y para emprender la tarea una sola palabra define esa aventura: talento. En “Yo soy mi propia mujer” esa premisa se cumple pormenorizadamente.

El texto de Doug Wright es lo suficientemente elocuente a la hora de mostrar el itinerario doloroso y vital de Charlotte Von Mahlsdorf, un travesti que padeció los horrores de dos regímenes particularmente ensañados con lo diferente: los nazis y los comunistas. Permanentemente el autor juega con las difíciles aristas de un personaje entrañable que a su vez dialoga con el dramaturgo que contará su historia, con incuestionable análisis ideológico. La trama importa, pero todo desaparece cuando Julio Chávez irrumpe —y no se retira casi nunca de la escena- para ofrecer una experiencia fascinante para el espectador.

Lo primero que hay que agradecerle a este actor es su ausencia de estereotipo al interpretar su personaje. Nada de lo que dice resulta chocante. Por el contrario, apasiona. En lo que hace hay un solo término para definirlo: talento. Soberbio, enorme, privilegiado. Ya que sólo alguien con tanta astucia interpretativa sigue fielmente las oscilaciones del estado de ánimo del público, valiéndose de rapidísimas réplicas y de no menos relampagueantes momentos, manteniendo aquí un relato por cierto fascinante.

Chávez tiene a su auditorio literalmente embrujado, clavado a sus butacas. Su enorme capacidad interpretativa es sinceramente admirable. Esto lo hace automáticamente entrañable y muy poco cuesta, al rato, empezar a quererlo. Porque tiene dulzura y ternura, y a la vez, neuronas que trabajan sin parar y a toda máquina. Los recursos de los que se vale son innumerables y basta solamente verlo mover los pies —enfundados en Guillerminas y medias de seda- para ver en la escena a un enorme animal de teatro. Y su voz, que transmite un abanico de sensaciones inolvidables. La experiencia escénica es así casi inenarrable y permite la intensidad y luminosidad en un espectáculo para el recuerdo.

Si Chávez es hoy el gran actor argentino, debemos también reconocer que está dirigido —y se advierte con contundencia esa labor- por Agustín Alezzo, otro nombre indiscutiblemente inscripto en la historia del teatro argentino. Toda la historia de Charlotte y su lacerante itinerario es la construcción pormenorizada de otras historias de muchos olvidados las que, como en este caso, tirarán de las cuerdas para echarlos a volar. La totalidad es un manantial de creatividad, con mucha melancolía y ternura. Hay una rigurosa búsqueda, hay inteligencia, hay riesgo, hay teatro. Julio Chávez está magnífico y entrega una labor sencillamente amorosa, que conmueve mucho. Todo está puesto al servicio de un dibujo preciso y precioso, con amor al arte teatral. La larga ovación tributada a ese inmenso actor es el mejor homenaje al amor. Para demostrar, una vez más, que el teatro está vivo y es un instrumento para permitirnos crecer. Y reflexionar.