Crónicas de la historia

Aquel 12 de octubre de 1916

17-1916-001.jpg

Hipólito Yrigoyen, después del traspaso de mando, marcha en carruaje hacia el Congreso. La multitud estaba eufórica. Los cálculos más moderados hablan de más de 100.000 personas en una ciudad que no llegaba al millón y medio de habitantes. Foto: archivo el litoral

 

Rogelio Alaniz

El 12 de octubre de 1916 “cayó” jueves y a juzgar por las intensas actividades cívicas de ese día se supone que se declaró feriado, aunque en aquellos años no existía el actual boom turístico y, mucho menos, “los fines de semana lagos”. La fiesta popular sin dudas que estaba justificada. Asumía la presidencia de la Nación Hipólito Yrigoyen en nombre de la Unión Cívica Radical (UCR), el partido creado por él y su tío Leandro, al calor de las jornadas “revolucionarias” de 1890; el partido, importa insistir, que durante casi un cuarto de siglo conspiró, participó en revoluciones cívico-militares, practicó la abstención y negoció hasta lograr que se crearan condiciones electorales dignas.

La paciencia expectante de don Hipólito merece destacarse. En tiempos como los actuales, en los que las carreras políticas se tejen de la noche a la mañana, el caudillo radical impresionaba como un dirigente más interesado en organizar el partido pueblo por pueblo, ciudad por ciudad, que en llegar al poder, una afirmación que por supuesto merece relativizarse porque si en las primeras décadas del siglo veinte hubo un político con vocación genuina de poder, íntimamente convencido, además, de que su destino era la política, ese dirigente era Yrigoyen.

Historiadores y biógrafos debaten hasta el día de hoy si efectivamente deseaba llegar al gobierno por la vía electoral o, por el contrario, creía que sólo la revolución legitimaba su causa, revolución que, bueno es advertir, no tenía nada que ver con los modelos insurreccionales comunistas, sino que aludía a conspiraciones no muy diferentes a las que Yrigoyen había conocido y practicado en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX.

Lo cierto es que la UCR llegó al gobierno por el camino de las urnas y gracias a la ley 8.871 conocida como Ley Sáenz Peña, en homenaje al presidente que la hizo posible. Las negociaciones entre el mandatario y don Hipólito fueron secretas y discretas. Los conservadores reformistas por su lado entendían que era necesario ampliar el régimen político con la participación de partidos democráticos al estilo de la UCR, el Partido Socialista y la propia Liga del Sur devenida luego en Partido Demócrata Progresista.

No todos los conservadores estaban de acuerdo con esta apertura, pero la facción de Sáenz Peña logró salirse con la suya gracias a la colaboración de una pléyade de dirigentes inteligentes como el riojano Joaquín V. González y el salteño Indalecio Gómez. Félix Luna postula que la ley debió llamarse “Yrigoyen” en lugar de “Sáenz Peña”, una afirmación que seguramente obedece más a sus simpatías radicales que a la verdad histórica, porque si bien Yrigoyen aprobó con algunas reservas la sanción de la ley, lo cierto es que la iniciativa correspondió a los conservadores, los mismos que se comprometieron luego a crear un partido conservador democrático y competitivo, capaz de disputarle el electorado a la UCR, objetivo que por diferentes motivos no se va a cumplir, por lo que el sistema político carecerá de una opción de “derecha”, entre otras cosas porque con el paso de los años y las sucesivas derrotas electorales esta “derecha” confiará más en las presiones corporativas y la conspiración militar que en la puja democrática.

Las elecciones de 1916 se realizaron el 2 de abril. Votaron alrededor de 700.000 personas, un porcentaje todavía escaso porque la nacionalización de extranjeros seguía siendo baja, no votaban los habitantes de los territorios nacionales y, además, las mujeres estaban excluidas. La UCR con la fórmula Hipólito Yrigoyen - Pelagio Luna obtuvo alrededor del 46 por ciento de los votos; el segundo puesto correspondió a la fórmula conservadora del Partido Autonomista Nacional integrada por Ángel Dolores Rojas y Juan Eugenio Serú; el Partido Demócrata Progresista con Lisandro de la Torre y Alejandro Carbó obtuvo cerca del 9 por ciento de los votos, mientras que el Partido Socialista con Juan B. Justo y Nicolás Repetto, sacó el 7 por ciento.

Tal como lo establecía la Constitución Nacional, al presidente lo eligió el Colegio Electoral, quien luego de ásperos debates y ruinosas conspiraciones en la trastienda, consagró a Yrigoyen el 20 de julio. Hasta último momento hubo dudas respecto al ingreso del caudillo radical a la Casa Rosada. Los electores de Santa Fe manifestaban sus recelos en votarlo. Las negociaciones fueron duras y escabrosas y en ese contexto fue cuando Yrigoyen dijo “Que se pierdan cien gobiernos pero que se salven los principios”. Típico. Típico, emotivo y algo folclórico.

La euforia por la elección del primer presidente radical no alcanzaba a disimular las preocupaciones. El mundo estaba hundido en la guerra y sus perjuicios afectaban a la Argentina; el radicalismo llegaba al gobierno con mucho apoyo popular pero en las Cámaras de Diputados y Senadores la oposición era mayoría. Los diarios de tiraje masivo, instituciones como la Sociedad Rural y la Unión Industrial miraban con recelo e incluso con animosidad a lo que ya empezaba a calificarse como el gobierno de la chusma. No, no eran tiempos fáciles.

Problemas para más adelante. Por lo pronto, ese 12 de octubre los radicales iban a festejar lo que consideraban como la revolución de las urnas. Las crónicas aseguran que alrededor de las tres de la tarde Yrigoyen salió de su casa de calle Brasil acompañado del vicepresidente y los legisladores radicales Rodolfo Oyhanarte y José Camilo Crotto. Los tres de frac y sombrero de copa.

El traspaso del poder se hizo sin contratiempos. Las nuevas autoridades llegaron al Congreso a las 15.30. El senador conservador Benito Villanueva lo recibió a Yrigoyen, quien ingresó por la calle Victoria. Todos los legisladores de frac, menos los socialistas que vestían traje de calle.

Después, las flamantes autoridades marcharon en carruaje hacia el Congreso. La multitud estaba eufórica. Los cálculos más moderados hablan de más de 100.000 personas en una ciudad que no llegaba al millón y medio de habitantes. Antes de entrar a Avenida de Mayo, la multitud desbordó los controles, se abalanzó sobre el carruaje, desenganchó los caballos y trasladó a pulso al presidente en el que deposita toda su fe, en el hombre austero, de pocas palabras y que ha prometido parar las injusticias y terminar con los privilegios.

En la Casa Rosada, lo espera el general Campos Urquiza, jefe de la Casa Militar, quien acompaña a Yrigoyen hasta el Salón Blanco. Allí se consuma la ceremonia del traspaso con el presidente Victorino de la Plaza. La ceremonia se cumple al pie de la letra. Como va a escribir Luna: “Nunca voté a los conservadores, pero hay que admitir que tenían clase y estilo”.

Importa detenerse de todos modos en la escena en que el presidente conservador le entrega el mando a un presidente radical; importa hacerlo porque esa escena típica de la alternancia democrática recién se repetirá en plenitud setenta y tres años después, cuando el presidente radical Raúl Alfonsín traspase los atributos del mando al presidente peronista Carlos Menem. Setenta años sin alternancia y después nos preguntamos por qué son tal frágiles los hábitos democráticos.

Con Yrigoyen se inicia un nuevo período histórico en la Argentina. El balance histórico será claramente favorable al presidente radical. Un joven Borges dirá después de su muerte: “Seguimos gobernados por Yrigoyen”. Uno de sus rivales más enconados, como fue el nacionalista católico y conservador Ignacio Anzoátegui le dedicará años después un poema en el que dice, entre otras cosas: “Ante usted don Hipólito yo me saco el sombrero y lo llamo señor”. Nicolás Repetto dijo cuando murió: “Le fue dado experimentar la satisfacción más grande a la que pudo aspirar un hombre de acción: contribuyó a derrotar al régimen de las viejas oligarquías e inauguró el primer gobierno democrático del país. Ese solo hecho basta para asegurarle un puesto señalado y definitivo en la historia argentina”.

En tiempos como los actuales, en los que las carreras políticas se tejen de la noche a la mañana, el caudillo radical impresionaba como un dirigente más interesado en organizar el partido pueblo por pueblo.

“Le fue dado experimentar la satisfacción más grande a la que pudo aspirar un hombre de acción: contribuyó a derrotar al régimen de las viejas oligarquías e inauguró el primer gobierno democrático del país”.