Crónicas de la historia

El coronel Ramón Falcón y el anarquista Simón Radowitzky

por Rogelio Alaniz

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Esa mañana del 14 de noviembre de 1909, el jefe de la Policía de la ciudad de Buenos Aires, coronel Ramón Falcón, se hizo presente en el cementerio de la Recoleta para despedir los restos del director de la Penintenciaría Nacional, su amigo Antonio Ballvé. Después subió al coche conducido por Luis Ferrari y, acompañado por su asistente el joven Alberto Lartigau, se dirigió por calle Quinta en dirección a Callao.

Según los testigos, el atentado se produjo cuando el coche doblaba en dirección al sur. Un joven cruzó corriendo en diagonal la calle y arrojó la bomba que cayó en medio del coche. La explosión fue tremenda. Los cuerpos de Falcón y Lartigau volaron por los aires y cayeron en medio de la calle. Falcón murió antes de llegar al hospital; el joven Lartigau, alrededor de las seis de la tarde. Falcón murió en su ley. El hombre que nunca dio cuartel, el implacable represor de movilizaciones obreras anarquistas y socialistas, desangrado y con las piernas hechas pedazo, lo primero que alcanzó a preguntar, fue por su joven acompañante. Según se dice, sus últimas palabras fueron: “Está todo en orden”. Genio y figura. El orden. El orden tal como lo entendían los conservadores en aquellos años. El orden de una policía brava que asimilaba protesta social a delincuencia y rebeldía obrera a terrorismo.

Falcón

Había nacido en la ciudad de Buenos Aires en 1855 y fue el primer egresado del Colegio Militar creado por Domingo Faustino Sarmiento. Participó como soldado en la campaña del desierto y alguna vez fue diputado nacional. Su puesto como jefe policial lo obtuvo gracias a las gestiones del presidente Figueroa Alcorta.

Para la clase dirigente de entonces, Falcón era el hombre indicado en el lugar y el momento indicado. Cuando dirigentes de la oposición le reclamaban al presidente que cesara al controvertido coronel, Figueroa Alcorta respondía invariablemente que “Falcón se irá junto conmigo el 12 de octubre de 1912”.

No fue así. Lo mataron en 1909. No cuesta demasiado imaginar que en los barrios obreros, en los conventillos sometidos a sus razias, en los sindicatos y locales de anarquistas y socialistas, su muerte, en el más suave de los casos, no debe de haber despertado la congoja ni las lágrimas de nadie. El hombre se había sabido ganar sus odios y lo sabía.

Seis meses antes de su muerte, había ordenado reprimir a los obreros que celebraban el 1º de Mayo en Plaza Lorea. Quince muertos fue el saldo de esa decisión que ganó el merecido nombre de “Semana Roja”. Roja, por la sangre obrera derramada. Un par de años antes, Falcón había ordenado reprimir a mujeres y hombres protagonistas de la famosa huelga de inquilinos. Para esa fecha, los habitantes de los conventillos de Buenos Aires se movilizaron en protesta por los precios de los cuartos y sus pésimas condiciones de higiene y salubridad. Las mujeres encabezaron esa protesta. Una escoba era el símbolo de las luchadoras. Ninguno de esos detalles sensibilizó al bravo coronel de mirada dura y mostachos enormes. Sus célebres cosacos atacaron y se cansaron de repartir sablazos. Como frutilla del postre, los bomberos arrojaron chorros de agua helada en pleno invierno contra mujeres y niños.

Claro que Falcón había hecho méritos para ganarse el odio de los dirigentes obreros de entonces. Él lo sabía y no le importaba. A su manera era valiente. Solitario, viudo, sin hijos, inspiraba miedo y respeto. Sus amigos y colegas le advirtieron más de una vez que debía cuidarse. Por supuesto que nunca les hizo caso. Jamás quiso escolta. Como Facundo Quiroga, suponía que nadie se le iba a animar. Como Facundo Quiroga, fue en coche al muere esa calurosa mañana de noviembre de 1909.

Radowitzky

El autor de uno de los más célebres atentados terroristas de la Argentina, fue el joven ruso-polaco Simón Radowitzky. Arrojó la bomba y salió corriendo en dirección al bajo porteño. Fueron varios los que lo siguieron. Rodeado de civiles y policías, intentó suicidarse, pero fracasó. La policía impidió que los civiles lo lincharan. Pronto se conoció su identidad. Y con ello creció el reclamo entre la clase dirigente para poner límites a la inmigración.

Radowitsky había llegado a la Argentina en 1908. Trabajó en Campana y desde hacía unos meses se desempeñaba en diversos oficios en Buenos Aires. Se supone que sus ideales anarquistas los trajo de Polonia. Se supone. Pero lo cierto es que ese muchacho que apenas pronunciaba algunas palabras en español ya era un activista importante de la causa libertaria. Después, mucho después, se supo que en el atentado participaron cuatro o cinco compañeros. Los policías lo molieron a golpes para que cantara, pero el hombre no abrió la boca. Y el silencio acerca de lo sucedido ese 14 de noviembre lo iba a mantener hasta su último día de vida.

Una multitud de políticos, funcionarios, profesionales, empresarios, sacerdotes y militares despidió los restos de Falcón y Lartigau. Si Radowitsky empezaba a ser una leyenda entre los anarquistas, Falcón ya era una leyenda, un héroe y un mártir para las clases propietarias y dirigentes de la Argentina. Como dirá David Viñas muchos años después: Falcón es en el siglo veinte el hombre a quien la burguesía argentina le rindió más homenajes con nombre de calles, plazas, pueblos y, por supuesto, instituciones policiales.

En esos días de noviembre de 1909, se suponía que el destino de Radowitzky era el cadalso. La pena de muerte estaba vigente -lo estará hasta 1921- por lo que el joven polaco ya tenía sus horas contadas. Según policías y fiscales, Radowitzky tenía 29 años; 25 para algunos, pero en todos los casos era mayor de edad. Que el joven dijera que recién había cumplido dieciocho años, era un dato que nunca fue tomado en serio. La ejecución, entonces parecía ser su destino, hasta que apareció un rabino, Moisés Radowitzky, tío de Simón con un acta de nacimiento que probaba que había nacido en 1891 y, por lo tanto, no era mayor de edad. Hubo protestas, reclamos, pero los jueces empezaron a dudar. Un matutino, un poco en broma un poco en serio, comentó que a medida que pasaban los días, Radowitzky tenía menos años.

No lo ejecutaron, pero le dictaron treinta años de prisión, con un añadido: veinte días antes del 14 de noviembre, sería sometido a un régimen de pan y agua. Radowitzky no cumplirá treinta años en presidio, pero sí estará veintiuno. Dos en Buenos Aires, y diecinueve en Usuhaia. En 1918 se fugará con otros presos y llegará hasta Chile donde será detenido por la policía de ese país. En febrero de 1930, Hipólito Yrigoyen, en cumplimiento de una lejana promesa electoral, lo indultará. Indulto que provocará protestas e insultos contra un presidente más preocupado en liberar terroristas que en gobernar. Yrigoyen lo indultará junto con más de cien presos. Y, en particular a Radowitsky lo expulsará a Uruguay.

No van a concluir allí los padecimientos del santo de la anarquía. Por su militancia libertaria será detenido por la policía oriental y durante seis años será “huésped” de La Isla de Flores. En 1936 recuperará la libertad y, fiel a su destino, marchará hacia España a defender la república. Uno de sus principales biógrafos, Osvaldo Bayer, observará que Radowitzky presenciará con asombro y dolor cómo los comunistas fusilan a anarquistas sin juicio previo y obligados a cavar su propia tumba. Qué extraño. Los gobiernos “explotadores” de la Argentina respetaron la ley y no lo fusilaron. Y un presidente “burgués” como Yrigoyen lo indultó, mientras que los comunistas asesinaban a los anarquistas sin contemplaciones.

Radowitzky abandonó España y se trasladó a México donde continuó con su militancia libertaria. En sus últimos años trabajó en una fábrica de juguetes. El temible anarquista vivió sus últimos años construyendo juguetes. El 4 de marzo de 1956 murió en México, víctima de un infarto sorpresivo. Tenía 65 años de los cuales 27 los pasó entre rejas. Un puñado de viejos anarquistas lo despidió en el cementerio. No hubo discursos, pero si se escucharon los acordes de “Hijos del pueblo”.

Sus últimas palabras fueron: “Está todo en orden”. Genio y figura. El orden. El orden tal como lo entendían los conservadores en aquellos años. El orden de una policía brava que asimilaba protesta social a delincuencia y rebeldía obrera a terrorismo.