La vuelta al mundo

Siria y las peripecias de un trágico culebrón

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Imagen del barrio de Karm al Miasar, en el este de Alepo, Siria.

Foto: Abdullayev Timur/dpa

 

Por Rogelio Alaniz

Se dice que el bombardeo a la base aérea de Shayrat en Siria, ordenado por Donald Trump fue más un aviso, una advertencia o si se quiere un guiño a Vladimir Putin, el titular del poder político en Rusia, que al presidente sirio Bashar Assad. Estados Unidos justificó su intervención con el argumento de que el empleo de gases venenosos es el límite. Como se recordará, los gases venenosos se prohibieron después de los estragos que produjeron durante la Primera Guerra Mundial. La orden fue tan terminante, el rechazo a los gases tan contundente, que hasta Adolfo Hitler se privó de recurrir a esos métodos en los campos de batalla, aunque no está de más recordar que recurrió a ellos en los campos de exterminio levantados en Polonia.

Gases venenosos empleó Saddam Hussein contra los kurdos en Halabja, un “detalle” más que pinta de cuerpo entero la calaña política y moral con la que estaba forjado este carnicero serial de Irak. Gases venenosos usan en Siria los terroristas islámicos de Al Nusra y el Isis. Es más, según las recientes declaraciones de diplomáticos rusos (siempre dispuestos a justificar a Assad) los gases que mataron a más de setenta personas en la localidad de Khan Sheikhun estaban almacenados en un depósito clandestino que pertenecía a los “rebeldes”. El bombardeo con armas convencionales destruyó ese depósito y liberó los gases con los resultados conocidos.

Si este argumento fuera cierto, quiere decir la responsabilidad de Assad se reduce mucho. ¿Fue un accidente lo sucedido en Khan Sheikhun? Habrá que probarlo, pero en principio importa saber que el gas que exterminó a niños, hombres y mujeres es el mismo que los rebeldes usaron en Alepo. Esto no es una prueba a favor de la inocencia de Assad, pero es un indicio a tener en cuenta. ¿Algo más a favor del dictador sirio? Que más allá del juicio que nos merezca su persona, resulta poco creíble que haya ordenado “gasear” a la población civil. Saddam Hussein, por ejemplo, no se atrevió a hacerlo. Esos límites que respetó Saddam, ¿no se los trazó Assad?

No estoy hablando de comportamientos humanistas, estoy hablando de la lógica e incluso de las conveniencias prácticas de determinadas decisiones. Desde el punto de vista militar, bombardear con gases venenosos sólo podía generar inconvenientes al régimen sirio, porque ni a Assad ni a sus colaboradores se le podía escapar el escándalo internacional que provocaría este acto. Llama la atención, además, que los funcionarios y diplomáticos rusos, que de hecho ocupan el aparato político y administrativo de Siria, no se hayan enterado de que Assad preparaba un bombardeo con gases venenosos.

Los rusos tampoco han demostrado ser delicados a la hora de matar, pero en este caso lo que sorprende es que no se filtró ningún dato que permitiera suponer las intenciones del alto mando militar sirio. La posible respuesta a este “secreto” es que los rusos no se enteraron de nada, por la sencilla razón de que no había nada de que enterarse.

Lo cierto es que más allá de las pesquisas que se inicien, lo hecho, hecho está, y es muy factible que dentro de una semana lo sucedido no sea más que uno de los tantos episodios de horror presentes en esta guerra. Es probable que Assad por primera vez en su vida sea acusado de algo que no cometió. Trump por su parte se ha dado el lujo de tomar una decisión militar en nombre de objetivos humanistas, una virtud que ni sus amigos más leales estarían dispuestos a reconocerle. La orden del presidente norteamericano de bombardear una base militar en Siria despertó entre los tradicionales enemigos de este país los más amargos reproches, pero por primera vez desde que llegó a la Casa Blanca la popularidad de Trump creció.

Rusia por su parte ratificó su alianza con Assad y en consecuencia sus intereses militares en la región, y muy en particular el permiso que dispone para mantener su base naval en el puerto de Tartus, se mantienen intactos. Para un pragmático descarnado como Putin, un político forjado en las trastiendas de la vieja KGB, la protección que ejerce sobre el dictador sirio, no le provoca la más mínima contradicción. Asimismo, en homenaje al “sentido común”, no parece del todo descabellada su hipótesis de que a la vuelta del camino y con el tendal de muertos y de ciudades destruidas, el mal menor en Siria muy bien podría ser Assad.

Que la teoría del “mal menor” es la que tienen presente todos los actores políticos que intervienen en Siria, no es ninguna novedad, habida cuenta de que Siria recuerda aquellos westerns spaghetti en los que todos, sin excepción, son malos. Ironías al margen, la búsqueda del dichoso mal menor parece ser un objetivo perdido, ya que atrocidades cometieron todos, algunos con más entusiasmo y convicción, pero nadie en este tema y después de más de medio millón de muertos está en condiciones de tirar la primera piedra.

¿Cómo fue posible que Siria, una de las sociedades más estables, más prósperas y de alguna manera más previsibles del mundo árabe, se haya hundido en este infierno? Tampoco en este tema hay una exclusiva explicación. Algunos aseguran que todo comenzó con la denominada “Primavera árabe” y la presencia de una oposición moderna y occidental decidida a resistir los excesos de Assad. La conformación de Ejército Sirio Libre y el Consejo Nacional Sirio parecían alentar esta posibilidad, pero los “demonios” que liberó la guerra civil instaló a esta posible oposición moderada en un segundo plano. La guerra iniciada en 2011, pronto convocó a inesperados protagonistas e invitados, algunos que ya se venían preparando en Irak y que decían identificarse con Al Qaeda. La presencia de esta organización radical que se instaló en Irak luego de la invasión norteamericana, debería haber preocupado a los principales potencias occidentales que defendían sus intereses en esta región. Nada de ello ocurrió. El infierno de Irak se trasladó a Siria de la mano de Al Qaeda y organizaciones terroristas que, atendiendo a sus prácticas cotidianas, dejaban a Al Qaeda a la altura de una inofensiva sociedad de beneficencia. Como para contribuir a la confusión general, se sumaron al fandango los kurdos con sus propias reivindicaciones. Y todo esto en el marco de la agudización de las diferencias no sólo entre chiítas y sunnitas, sino también entre diversas facciones de estas tendencias.

Por último, para más de un observador, el origen de esta guerra no hay que rastrearlo en la Primavera Árabe o en las disidencias religiosas, sino en el territorio menos espiritual pero más efectivo de los intereses económicos. Según esta perspectiva el origen de la guerra no está en 2011 sino en 2000. Robert Kennedy, politólogo e historiador -sobrino del ex presidente- sostiene que todo esto se explica a partir de los proyectos de construcción de gasoductos que diversos grupos de poder alentaron para esa fecha.

Curiosamente, en el origen de conflicto, esta vez no está el petróleo sino el gas. Fue precisamente en el 2000 cuando se proyectó un gasoducto que recorría los territorios que van desde Turquía a Qatar, pasando por Siria, Arabia Saudita y Jordania. Detrás de este proyecto habrían estado los intereses norteamericanos y la expectativa de controlar el mercado mundial del gas.

El problema es que los negocios de Assad eran otros, es decir la construcción de un gasoducto desde Irán hasta el Líbano, gasoducto que favorecía a Siria por supuesto y transformaba a Irán en el principal proveedor de gas de Europa. En este contexto, es que EE.UU. habría “descubierto” que Assad era un detestable dictador y en consecuencia comenzó a financiar a una “oposición” supuestamente decidida a luchar en nombre de la libertad, aunque la causa real de tantos desvelos fueran los negocios de los gasoductos. Esta “sospecha” no se debe descartar, pero en todo caso sobre lo que hay que advertir es acerca de su mirada conspirativa de los hechos y su visión determinista acerca de la exclusividad de los datos económicos para entender crisis de estas dimensiones.

Por último, para más de un observador, el origen de esta guerra no hay que rastrearlo en la Primavera Árabe o en las disidencias religiosas, sino en el territorio menos espiritual pero más efectivo de los intereses económicos.

 

En este contexto, es que EE.UU. habría “descubierto” que Assad era un detestable dictador y en consecuencia comenzó a financiar a una “oposición”, supuestamente decidida a luchar en nombre de la libertad (...)