La vuelta al mundo

¿Quiénes asesinaron a Bernardo de Monteagudo?

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Rogelio Alaniz

A Bernardo de Monteagudo lo mataron en Lima el viernes 28 de enero de 1825. Iba caminando solo por la calle Belén y a la altura de la actual plaza San Martín fue asaltado por dos personas, una de ellas le clavó un puñal en el pecho y el otro intentó rematarlo con un tiro que no salió. Los asesinos se perdieron en la oscuridad. Aparentemente nadie vio ni oyó nada.

Monteagudo murió pocos minutos después. El puñal según el informe oficial “le partió el corazón”. Martín Billinghurst, que lo conocía, fue quien lo encontró tirado en la calle; se dice que en ese momento dos sacerdotes estaban a su lado intentando auxiliarlo. Trasladaron el cuerpo hasta la iglesia San Juan de Dios.

Según se supo después, Monteagudo se dirigía esa noche del viernes a la casa de Juana Salguero, una distinguida dama de la sociedad limeña que, según se cuenta, mantenía con el joven ministro un romance clandestino, nada nuevo en este infatigable amante. Pero más allá de los toques eróticos del caso, el dato merece mencionarse porque a la hora de indagar sobre los responsables del crimen no van a faltar voces que señalen que el autor pudo haber sido un marido celoso.

Antes de la medianoche la noticia se propagaba por toda Lima: Monteagudo, el odiado funcionario de San Martín y Bolívar acababa de ser asesinado en la calle. Tenía 36 años y una larga historia de proezas revolucionarias, intrigas y conspiraciones. Al momento de morir era ministro de Bolívar, para muchos su mano derecha y en algunos casos su mano izquierda. A Bolívar lo conocía desde hacía un par de años y lo acompañó en las decisivas batallas de Junín y Ayacucho.

Recomendado por San Martín, Bolívar apreció en el acto su talento y cuando llega a Lima a fines de 1824 lo designa ministro sabiendo que la decisión le granjeará una multitud de enemigos, un precio que de todos modos está decidido a pagar por los servicios que Monteagudo le puede prestar para realizar ciertos menesteres indispensables para el ejercicio del poder.

Lima en 1825 era una verdadera caldera del diablo. Las disputas de su clase dirigente además de facciosas eran salvajes. A la intriga le sucedía la conspiración y a la conspiración el crimen. Bolívar se hizo presente en el escenario del crimen. Estaba consternado y furioso. Sospecha, teme, que el asesinato de su ministro sea un tiro por elevación contra él. “Monteagudo, Monteagudo, juro serás vengado”, dicen que dijo para que todos lo oyeran.

El puñal

Antes de Dupin y Sherlock Holmes, Bolívar se propone resolver un enigma criminal que pone en juego el poder y la legitimidad de la clase dirigente. ¿Quién mató a Monteagudo? La respuesta a esta pregunta se impone porque no sólo hay que hacer justicia al ministro muerto, sino porque el propio Bolívar quiere desestimar los rumores que ya circulan y que afirman que la orden de la muerte del joven ministro la ha dado él.

La primera media consiste en ordenar la detención de un farmacéutico y un médico que pudieron haber sido testigos del crimen. Se trata de Marcos Pavia y Francisco Román. Pronto son liberados, pero ya se sabe que Bolívar está decidido ir hasta las últimas consecuencias para dar con los autores del asesinato. La otra hipótesis, la de un robo perpetrado por delincuentes comunes, es descartada casi en el acto. Monteagudo viste como un dandy, lleva reloj y anillo de oro, y un grueso fajo de billetes en el bolsillo. Nadie ha tocado nada. No, el robo no fue el motivo.

Una sola prueba registra Bolívar digna de su estudio: el puñal clavado en el pecho de su joven ministro. Inmediatamente da la orden a sus colaboradores de convocar a todos los barberos de Lima para interrogarlos. Ellos son los únicos capacitados para afilar las armas blancas .

El lunes 30 de julio el barbero Jenaro Rivera reconoce el puñal y declara que lo afiló al pedido de un negro de no más de veinte años. Acto seguido se dan instrucciones para convocar al personal de servicios de las principales casas de Lima. Una semana después del crimen los autores materiales están entre rejas. Monteagudo no fue asaltado por vulgares ladrones, tampoco por un marido celoso: fue asesinado y los asesinos cumplían órdenes. Bien ahí Bolívar. Si la máquina del tiempo existiera, no estaría mal que algunos jefes policiales, jueces y ministros actuales viajaran al pasado para tomar lecciones acerca de cómo investigar los crímenes políticos.

Los asesinos son los mulatos Candelario Espinosa y Ramón Moreira. Son muy jóvenes, y han integrado con parecido entusiasmo los ejércitos realistas y criollos. El mismo barbero Jenaro Rivera los reconoce. También está el testimonio del pulpero Alfonso Dulce, quien asegura que ese viernes 28 a la noche los dos mulatos, Espinosa y Moreira, estuvieron presentes en el despacho de bebidas y riñeron con otros parroquianos.

Bolívar está satisfecho con los procedimientos realizados, considera que ya es importante contar con los criminales, pero a su inteligencia y astucia no se le escapa que los mulatos son los autores materiales, que detrás de ellos hay otros intereses y otros poderes comprometidos en el crimen.

El ministro

Monteagudo no es un desconocido en Lima. Fue ministro de San Martín desde la declaración de la independencia en 1821 y en el poco tiempo que ejerció el poder hizo méritos suficientes como para ganarse enemigos poderosos. Nada nuevo para él. Desde los veinte años Monteagudo participa de lleno en las intrigas y maquinaciones de las revoluciones que lo cuentan como un protagonista destacado.

En 1809 está armando barullos en Chuquisaca; en 1812, en Buenos Aires; tres años después en Mendoza y luego en Santiago de Chile. Siempre cerca del poder o en las sombras del poder. Asesorando, aconsejando, escribiendo. Y en más de un caso realizando las faenas sucias del poder.

A Monteagudo se lo acusa con buenos fundamentos de los fusilamientos de españoles en San Luis, de las ejecuciones de los hermanos Carrera y Manuel Rodríguez y de las persecuciones a españoles en Lima. Lúcido, ilustrado, intrigante y despiadado, se distingue por sus habilidades políticas, como por su elegancia y su afición a los placeres del sexo que, tratándose de él, las mujeres -casadas o solteras- siempre están dispuestas a satisfacer.

Por buenos o malos motivos Monteagudo siempre se las ha arreglado para estar cerca del poder y de los poderosos. Es un hijo de la revolución francesa, un discípulo de Robespierre y tal vez de Maquiavelo. Llegó a Lima con San Martín y fue su ministro de confianza, el funcionario que puso punto final a la esclavitud, al sistema de mitas, y tomó la decisión de expulsar a los españoles que conspiren contra el proceso revolucionario. Cree en los beneficios de las decisiones tomadas desde el poder y en las transformaciones que se pueden hacer desde ese lugar. Escribe en esos meses: “Nada significa haber hecho la guerra a los españoles si no la hiciéramos también a los vicios que nos legaron”.

El joven radical de “Mártir o Libre” ha devenido en los años veinte en un defensor de la monarquía constitucional, sistema que comparte con San Martín por considerar que es el único posible en estas tierras. Sus simpatías manifiestas por la monarquía constitucional le han ganado el odio de los republicanos y de las logias que estos encabezan. Entre sus enemigos más encarnizados se encuentra José Faustino Carrión, un joven liberal ambicioso y decidido a defender sus ideas con la pluma, la palabra y el puñal.

Sánchez Carrión será uno de los promotores de le expulsión de Monteagudo de Lima en 1822. Y cuando éste regrese de la mano de Bolívar, será quien anuncie a viva voz que la tarea de todo patriota peruano es asesinar a Monteagudo. Lo interesante en este caso es que Carrión, el mismo que convoca a ejecutar a Monteagudo, es ministro de Bolívar.

Ese dato don Simón no lo desconoce y lo tendrá presente a la hora de investigar sobre los responsables intelectuales del crimen. Aunque por ahora su principal preocupación será indagar sobre qué hay de cierto en las declaraciones de los detenidos, quienes terminan de afirmar que una semana antes de la muerte de Monteagudo se organizó un complot para asesinarlo a él.

(Continuará mañana)

Puso punto final a la esclavitud, al sistema de mitas, y tomó la decisión de expulsar a los españoles que conspiren contra el proceso revolucionario. Cree en los beneficios de las decisiones tomadas desde el poder y en las transformaciones que se pueden hacer desde ese lugar

Lima en 1825 era una verdadera caldera del diablo. Las disputas de su clase dirigente además de facciosas eran salvajes. A la intriga le sucedía la conspiración y a la conspiración el crimen.