Tribuna de opinión

Indigenismo, marxismo y atraso cultural

Néstor Vittori

Escribir sobre los conflictos y los reclamos de los denominados pueblos originarios nos obliga a trascender la visión cultural predominante en nuestro país, y en todo el continente, de raíz básicamente europea, para instalarnos, analizar, comprender y criticar las culturas mesoamericanas de nuestros indígenas, que han quedado como un remanente del proceso de conquista y colonización en todo el subcontinente.

Es imposible en la brevedad de una nota periodística abarcar todos los aspectos conflictivos, pero sí creo posible señalar algunos que conduzcan nuestras reflexiones.

Me voy a circunscribir a la comunidad que hoy en apariencia presenta mayor conflictividad actual y potencial, la compuesta por los denominados “Mapuches”, que engloba las etnias araucanas trasandinas, y etnias de raigambre argentina, pero araucanizadas desde finales del siglo XVII -por conquista o asimilación- como lo son los Tehuelches (Pampas septentrionales y meridionales), los Pehuenches y los Ranqueles, que terminaron uniformados por la lengua “Mapudungun”.

Choque de culturas

Las características más notables que exhiben estas comunidades indígenas, que dificultan su integración en la cultura común del pueblo argentino promedio, es el fuerte componente integrista de su orientación religiosa, que al no diferenciar los mandatos teológicos de los requerimientos de la vida cotidiana, transforman a todas sus conductas así como los objetos de su conocimiento en cuestiones sagradas. No tienen patrones de diferenciación entre lo sagrado y lo común, motivo por el cual, las acciones de los protagonistas de otras culturas, que inciden sobre su universo cultural en importante proporción, son consideradas antagónicas y sacrílegas.

La teología Mapuche se desenvuelve en el conflicto entre el Xeg Xeg Filu, el continente bienhechor y protector representado por una colina donde se refugian para salvarse, que antagoniza con el Kai Kai Filu, simbolizado por una serpiente devoradora, que destruye a todas las criaturas, que no logran refugiarse en aquella, a la hora de su acción devastadora. Tienen una visión binaria entre el bien y el mal, que no admite matices, semejándose a la antigua visión de Zoroastro antecedente del integrismo islámico.

Hay que reconocer que los pueblos araucanos tienen una larga historia de lucha y resistencia ante los invasores, primero Incas, luego españoles y sus sucesores del Chile emancipado. A lo largo de más de 300 años mostraron su resistencia y ferocidad combatiente, consolidando una cultura guerrera que los hizo prácticamente invencibles cuando cruzaron la cordillera.

Lamentablemente, el ingreso a la modernidad produjo un choque cultural, cuyo remanente son los conflictos de hoy, que enfrentan lo que queda de una cultura cazadora recolectora y en alguna medida de inicios de la agricultura (agricultura familiar o comunitaria) con la cima de la civilización agrícola por un lado, y por el otro con la minería de gran escala y sus procesos de integración industrial de magnitud.

A la cosmovisión holística, hay que agregarle la acción de grupos ideologizados que han encontrado en el indigenismo comunitario, el refugio de sus ideologías marxistas tardías, introduciendo por distintos caminos y enfoques un fuerte antagonismo con todo lo que representa el universo económico moderno, caracterizado en la visión sintética del “mercantilismo” por un lado y el “neoliberalismo” por el otro, en una acusación demonizadora que no contempla diferencias.

Paradójicamente, buena parte de la conquista y colonización araucana de nuestras pampas se realizó a partir de la gran cantidad de ganado vacuno y caballar que, introducido por los españoles, se multiplicó exponencialmente a partir de la fertilidad de nuestras tierras y disponibilidad de agua, lo que les permitió a los indígenas, alimentarse fácilmente y desarrollar un lucrativo comercio tanto de ganado en pie como de cueros salados a través de Chile, adonde arreaban el ganado mostrenco primero y luego el robado de las estancias mediante sus malones, y que era conducido por un camino de arreos, conocido como la “rastrillada de los chilenos”.

La campaña de Roca, epígono de las anteriores de Rosas, y las de Martín Rodríguez en la década de 1820, así como los acuerdos celebrados en Chile a partir de 1880, pacificaron los conflictos y las incursiones indígenas en ambos países, generando procesos reales de integración en donde confluyeron las distintas etnias con sus particularidades y culturas, subsumidos bajo el paraguas de la nacionalidad.

¿Homo Sapiens?

El rebrote conflictivo en Chile, con acciones terroristas, incendiarias la mayorías de ellas y su correlato incipiente en la argentina, con las incursiones y atentados del RAM (Resistencia Ancestral Mapuche), reflejan pretensiones, que suponen el retorno nostálgico a las culturas primitivas, sin contar que la evolución de la población humana en el planeta va dejando una huella que en la consideración de los expertos, como la Comisión Meadows, ya trasciende en un 20 % la capacidad de la Tierra de responder naturalmente a sus requerimientos. Desde hace un tiempo las respuestas productivas para evitar una hecatombe mundial por sobrepoblación, son producidas por la tecnología que maximiza el desempeño natural.

La pretensión de retornar a las tierras ancestrales tiene como factor de activación a la reforma constitucional de 1994, que al reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos y garantizar el respeto a su identidad y educación intercultural así como la personería jurídica de sus comunidades y la propiedad comunitaria en las tierras que tradicionalmente ocupan, abrió una caja de pandora, que no termina de determinarse por la multiplicidad y mezcla étnica, como tampoco por la indeterminación efectiva de las respectivas existencias, traducido en la morosidad del cumplimiento de las previsiones legales en torno a una efectiva y válida actividad censal.

Por otra parte, cabe consignar el error de cristalizar el tribalismo, con su visión organicista, autoritaria y conservadora, frente a un mundo, que inevitablemente cambia a velocidades exponenciales, exigiendo a los seres humanos, un desarrollo cada vez más inteligente y dinámico, en orden a aprovechar para la vida, el creciente desarrollo científico y tecnológico.

Pensar una vida cazadora recolectora o de agricultura familiar, pretendiendo territorios para su deambular que no guardan relación con la institucionalidad de nuestra república -que garantiza constitucionalmente el derecho de propiedad-, invadiendo y ocupando tierras con dueño, los acerca a conductas insostenibles, que tarde o temprano deberán ser remediadas en la Justicia.

Pero lo peor es la expectativa de condiciones de vida que nadie puede garantizar, involucionando hacia las formas más primitivas, basadas en una perspectiva que no es la de integrarse a la tercera ola del Homo Sapiens, para quedar en estadios cercanos a los tristemente desaparecidos Neandertales.