La vuelta al mundo

Catalanes a la hora de la verdad

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Cientos de miles de personas se manifiestan el domingo en el centro de Barcelona para mostrar su rechazo a una posible declaración de independencia en Cataluña.

Foto: DPA

 

Rogelio Alaniz

El separatismo catalán, en sus versiones más extremas y radicalizadas fue derrotado. Por lo menos por ahora. Las manifestaciones del domingo con el discurso en español de Vargas Llosa fue elocuente. En principio los separatistas no son ni por cerca el noventa por ciento de los catalanes. Y si el gobierno español de aquí en más maneja las cosas bien, serán mucho menos.

De todos modos, el argumento demoledor contra el separatismo, el golpe por nocaut que derribó al separatismo lo propinó el mercado. Sí, así como suena: el mercado. Allí se terminaron los juegos de la retórica, las bravatas encendidas, los relatos inflamados. Los bancos, las empresas, y los ahorristas empezaron a trasladar sus capitales y sus depósitos a cualquier lugar, pero lo más lejos posible de Cataluña. La ilusión de una Barcelona devenida en nación próspera se derrumbó a golpes de realidad. La eficacia del argumento adquirió niveles de asombro cuando trascendió que conocidos empresarios separatistas también retiraban sus depósitos para colocarlos fuera de Cataluña. Y cuanto más lejos, mejor. Como se dice en estos casos: soy separatista pero no estúpido.

El mercado devenido en paradigma del sentido común. Los separatistas suponían que si cumplían con sus objetivos su destino sería Dinamarca. Y ahora se despiertan con la pesadilla de Albania. No es un tema menor. El principal argumento del separatismo, la prosperidad que los aguardaba a la vuelta del camino, no se cumple. Y no hay vuelta que darle.

En Cataluña los catalanes viven bien. Esa calidad de vida se la han ganado, pero ahora están a punto de perderla. El mercado no miente. Mezquino, egoísta, pero real. La izquierda dirá que los burgueses son miedosos; los liberales afirmarán que el mercado es sabio; y los conservadores sostendrán que su lógica está encadenada a lo real, por lo que, en primer lugar, lo que se debe hacer es escucharlo.

En realidad lo que ocurrió era lo previsible. No hacía falta ser el Premio Nobel de Economía para saber que empresarios, ahorristas, inversores no iban a acompañar esta suerte de “entusiasmo febril” separatista. Así son las cosas en esta vida. Todo es ilusión, fantasía, delirio, hasta que el bolsillo impone su lógica. Y sobre ese tema los catalanes, lejanos descendientes de los fenicios, la saben lunga.

Podría decirse al respecto que los catalanes viven demasiado bien, la pasan demasiado bien, consumen demasiado bien como para darse el lujo de emprender aventuras disparatadas cuyo resultado más previsible es perder lo que costó tanto conquistar. El nacionalismo es una causa o, si se quiere, “un lujo” de los pueblos pobres, de los pueblos dominados o colonizados. Nada de esto ocurre en Cataluña. Su nacionalismo es estrictamente ideológico en el sentido más banal de la palabra. Una mezcla de delirio, un cóctel de irresponsabilidad y capricho. La coartada ideal para que políticos malandras y corruptos hagan su agosto. O para que izquierdistas a la violeta se esfuercen a cumplir con sus precepto preferido: cuanto peor, mejor.

Los separatistas más orondos suponían que estaban protagonizando una épica con un guión escrito por Frantz Fanon con prólogo de Sartre incluido. Algunos de sus propagandistas se compararon con los kurdos y los palestinos. ¡Las cosas que hay que escuchar! Con los kurdos y los palestinos mientras toman tragos en las Ramblas. Realmente hay que vivir saciado de todo como para poder tomarse la licencia de decir cualquier disparate en un país donde el libro de cabecera en lugar de Fanon debería ser Gilles Lipovetzky.

El problema de fondo es que estos delirios salen caros y, sobre todo, en el mundo que vivimos donde no está escrito que en el nudo de una coyuntura histórica esos delirios puedan hacerse realidad. ¿Tan así? Por supuesto. Si algo nos enseñó el siglo veinte, o si algo nos enseña la historia, es que en ciertas coyunturas los hombres somos capaces de precipitarnos en las excursiones más descabelladas y aberrantes.

Bien por el rey. Fue uno de los “políticos” que habló con más claridad; el que mejor supo representar los intereses de la nación, de la nación española. Siempre me interrogué acerca del significado de la monarquía en España o en cualquier parte del mundo. Las palabras de Felipe VI la semana pasada me dieron una respuesta oportuna y satisfactoria.

No compararía la intervención del rey en estos días con la de Juan Carlos, su padre, en el caso Tejero. Son situaciones y tiempos muy diferentes. Pero dicho esto, estimo que en ambos casos queda claro que la monarquía en España es algo más que un adorno o un capricho. Lo de Tejero fue un operativo brutal y grotesco, pero sería un error suponer que Tejero estaba solo. Lo del independentismo catalán pretende presentarse como una manifestación mayoritaria, pero tal como se presentan los hechos no solo no son tantos sino que tampoco están tan unidos como pretendieron presentarse.

Bien Alfonso Guerra, el viejo luchador socialista que no tuvo pelos en la lengua ni complejos culposos para decir lo que se debía decir. Bien Albert Rivera, el político en actividad que fue más claro desde el primer día. Bien Muñoz Molina, Andrés Trapiello, Arturo Pérez Reverte, Fernando Savater, Eduardo Mendoza. Intelectuales que saben ejercer su condición de ciudadanos.

Capítulo aparte merece Mariano Rajoy. El pobre cobró y cobra por derecha e izquierda. Lo acusan de represor y discípulo de Franco y de cómplice de los independentistas, cuando no, traidor a España. No es fácil lo suyo, pero con la prudencia del caso me animaría a decir que hace lo que debe hacer. Es decir, combinar la autoridad con la prudencia, la mano dura con la mano extendida. Su estilo disgusta a muchos, pero en crisis como ésta da resultados. O por lo menos, parece darlos. Por lo pronto no se me ocurre otra alternativa responsable, otra actitud que no sea la de estar atento, seguir todo de cerca, no ceder en lo fundamental y, al mismo tiempo poner cara de distraído y dejar pasar lo que se debe dejar pasar. Los independentistas no son una mayoría, pero en cualquier parte a los reclamos de dos millones de personas se les debe prestar atención.

Los problemas de Cataluña con Madrid no empezaron con Rajoy. Vienen de largo, pero desde la muerte de Franco adquirieron modalidades propias. Socialistas y conservadores arreglaron con los nacionalistas catalanes negocios y cuotas de poder. La consigna parecía ser: “Nos votan en Madrid y en la Cataluña ustedes hacen lo que se les da la gana”. Es lo que hicieron. Porque lo creían o porque les convenía o por las dos cosas. Lo cierto es que los muchachos se dedicaron a joder con el becerro de oro del nacionalismo. Salía barato, era divertido y conquistaba votos. Además, Madrid siempre ayudaba: con plata o metiendo la pata.

Todos tiraron alegremente de la cuerda porque se suponían que no se iba a cortar. Que a último momento, todos se iban a detener en el borde del abismo. No fue así. El nacionalismo es un bicho peligroso por lo imprevisible. Peligroso y traicionero. Y si al nacionalismo le sumamos la corrupción y el izquierdismo, la fórmula es más peligrosa que jugar a la ruleta rusa. Rajoy no hizo nada diferente a lo que hicieron González, Aznar y Zapatero. Pero él tuvo la desgracia de estar en la fiesta justo en el momento en que hay que pagar los platos rotos.

A esta nota la estoy escribiendo el lunes a la mañana, por lo que no sé qué va a pasar con la amenaza de Puigdemont de declarar la independencia. Creo que no va pasar nada. Que en el peor de los casos será una declaración retórica sin efectos institucionales o sociales. De todos modos, me curo en salud porque, como le gustaba decir a la amiga de mi tía: con locos nunca se sabe dónde se termina. Con locos y con malandras que les gusta hacerse los locos.