A PROPÓSITO DE LA NAVIDAD

Y el Verbo se hizo ciudadano

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Un manifestante lanza un cartucho de gas lacrimógeno a la policía, el pasado 18 de diciembre en Buenos Aires, durante la protesta en las inmediaciones del Congreso, contra la reforma previsional propuesta por el gobierno.

Foto: Claudio Fanchi / Télam / dpa

 

Por Pbro. Lic. Matías Vecino

Lo que vimos los argentinos por televisión desde el jueves 14 al lunes 18 de diciembre fue espantoso. Un espectáculo escandaloso de violencia y odio, tanto fuera como dentro del recinto legislativo. No es mi intención repetir los análisis y las opiniones que hemos escuchado hasta el hartazgo durante toda la semana. Tampoco pretendo emitir un veredicto sobre la bendita (o maldita) fórmula de cálculo de los haberes previsionales. Creo que en mi condición de hombre de Iglesia no estoy capacitado para ello. Ciencias Económicas no fue precisamente lo que estudié. Ni siquiera creo que yo pueda señalar responsables, agrupar a los políticos en blancos y negros, demonizar o canonizar un partido. Primero, porque no me corresponde; es tarea de la Justicia. Segundo, porque, como decía mi abuela, quien ya no va a tener la dicha de beneficiarse con la fórmula de Macri, “los santos están en el cielo, acá somos todos pecadores”. ¡Sabia la vieja!

Mi intención es escribir algo sobre la Navidad. Pero algo que sirva para leer el momento que estamos viviendo como argentinos en este agitado fin de 2017. Cuando pasó lo que pasó, entre el jueves de la semana pasada y el lunes de ésta, hubo un sentimiento general o por lo menos yo tuve el sentimiento de que ni los justicieros revolucionarios de la plaza, ni los furiosos diputados del Congreso nos representaban a los argentinos. Esta idea me quedó adentro como molestando, como si estuviese desencajada, fuera de lugar. Me pasé la semana rumiándola, me puse a pensar, a buscarle la falla.

Pasados unos días, con tristeza me di cuenta de que esa gente sí nos representa. Los merecemos. No digo que mi abuela, que sí ya es una santa, los hubiese merecido si aún viviera. ¡Hay tanta gente buena en Argentina que no los merece! Digo que los argentinos en general los merecemos. Son nuestros con todo derecho. Los argentinos insisto, en general, somos así. En los comercios casi nadie da un ticket si no se lo pedís... si es que lo pedís. En la escuela nos copiamos; en la calle vamos en contra mano, insultándonos si alguien nos corrige; si podemos evitar una multa pagándole “un café” al oficial de turno, ¡bienvenido sea!; colgarnos del cable, de la luz o piratear películas, es nuestro pan de cada día. Agachadas, acomodos, avivadas... hasta hemos inventado un léxico propio que otros hispanohablantes no comprenden. Y a todos los niveles sociales. Los que se piensan honestos, los que intentan andar siempre por la derecha, los que tienen lo que tienen laburando, a veces simplemente miran para otro lado, dejan pasar, se han acostumbrado a que la corrupción, no sólo la institucional, sino también la doméstica, la del día a día, les gane la vida. Lo que pasó en el Congreso y en la plaza la semana pasada nos representa.

Pero, ¿qué tiene que ver esto con la Navidad? En el Evangelio que la liturgia proclama en la misa del 25 escuchamos: “Y el Verbo se hizo carne” (Juan 1,14). Traducido a un español más legible sería “Dios se hizo hombre”. Y si queremos traducirlo todavía a un “argentino” más actual escribiríamos: “Y el Verbo se hizo ciudadano”. Lo que nos dice, efectivamente, la fe cristiana es que Dios asumió el tiempo y la historia, la cultura y la sociedad, la lengua y el ethos, el trabajo, la economía y la política de un judío del s. I. El encarnarse de Dios significa asumir una polis concreta, y pertenecer a la historia gloriosa y trágica de un pueblo que se remonta al gran patriarca Abraham, pasa por el no menos importante Moisés, pero que incluye también un sinfín de criminales. La misma genealogía que nos trae el Evangelio de Mateo es casi en su totalidad una lista de adúlteros, asesinos, idólatras y prostitutas (Mateo 1,1-17). Dios quiso venir y ser parte de esa historia. Esto es Navidad.

Tal vez los argentinos deberíamos aprender un poco más del mensaje de Belén. Ni la violencia ni la indiferencia, son parte del accionar de Dios. No comprometerse, no asumir, quedarse en la vereda de enfrente, es decir, la indiferencia, no representa el espíritu navideño. Tampoco lo representa la violencia, esa especie de caricatura del compromiso, porque, en realidad, es también una aversión por la realidad. Dios nos enseña a cruzar fronteras, a derribar muros de separación. Dios saltó la grieta más grande: la que nos separaba de Él. ¿Podremos saltarla los argentinos? ¿La grieta de la división ideológica, la grieta de la división social y económica, la grieta del descompromiso ciudadano? Esperemos que sí. Para eso Navidad sigue estando ahí, para que sigamos esperando que sí.

El encarnarse de Dios significa asumir una polis concreta, y pertenecer a la historia gloriosa y trágica de un pueblo que se remonta al gran patriarca Abraham.

Tal vez los argentinos deberíamos aprender un poco más del mensaje de Belén. Ni la violencia ni la indiferencia son parte del accionar de Dios.