“La rueda de la maravilla”

Fuiste mía un verano

Fuiste mía un verano

Ginny (Kate Winslet), una mesera disconforme con su vida, se involucra sentimentalmente con el joven guardavidas Mickey (Justin Timberlake).

 

Ignacio Andrés Amarillo

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Alguno puede pensar que la obra de Woody Allen es una cita anual en la que el neoyorquino revisita tópicos, manías y obsesiones (hace poco se pusieron a investigar sus obsesiones más oscuras, por cierto). Allen ha confesado que lo intenta una y otra vez a ver si logra la trascendencia con una gran obra, pero quizás en algún fuero íntimo sepa, como alguna vez Jorge Luis Borges descubrió, que su gran obra sea el conjunto de su obra. Así que una vez al año sus seguidores se aprontan para ver aparecer esas letras en tipografía Windsor, que esta vez en lugar de Sony Pictures Classics dicen Amazon Studios (Jeff Bezos quiere quedarse con su tajada del show business, es así).

Este nuevo capítulo en la saga se titula “La rueda de la maravilla” y hace referencia a la Wonder Wheel, imponente vuelta al mundo del parque de diversiones de Coney Island, escenario de la acción: nuevamente Woody regresa a las décadas que recuerda como un mundo más sencillo y acogedor: en este caso, a los ‘50, cuando ese balneario estaba en pleno esplendor. Y le cede el relato, con ruptura de la cuarta pared (mirada a cámara desde el primer plano abierto de la playa y Justin Timberlake en el centro) a Mickey, guardavidas estacional, ex marino durante la guerra y estudiante de dramaturgia.

Con ese formateo del drama clásico, Mickey nos introduce en la historia de Ginny, una camarera a punto de cumplir los 40, con un hijo y un marido bueno cuando no toma, que maneja una calesita. Pero a su vez no entramos por ahí: arranca con la toma de Carolina (la hija de Humpty, el marido de Ginny) bajo la omnipresente rueda: el cartel en la rueda es el cierre de créditos de la cinta. Porque como en el teatro americano (Eugene O’Neill es leído en algún momento), es la ruptura de la normalidad lo que desencadena la acción dramática. Carolina busca a su padre porque huyó de su marido mafioso, al que ha denunciado. Humpty sigue resentido porque ella se haya ido con el malandra, incumpliendo una promesa a su esposa moribunda, y Ginny ha sido un soporte para él en estos años de pérdida de familia.

Pero Ginny es el centro del relato. Dijo Penélope Cruz, en “Woody Allen: el documental”, que el cineasta “ha escrito algunos de los mejores personajes femeninos, conoce a las mujeres neuróticas”. “Descubrí que la mirada femenina era más interesante; se lo debo a Diane Keaton”, acotó Allen en la misma cinta. Y Ginny es todo un caso. Está harta de su vida: recuerda su pasado de aspirante a actriz y cómo lo arruinó, y no se resigna a lo que tiene. Sabe que su relación marital es de mutua gratitud en el sostén, pero que el amor es otra cosa. Por eso se traba en un romance de verano con el bañero Mickey, que para ella se va poniendo más intenso que para él, que al mismo tiempo posa la mirada en la juvenil Carolina.

Contrastes

Las cartas están bastante echadas, no profundizaremos (sólo le estamos dando una probada, estimado lector, como cuando le calaban la sandía para que se lleve la entera). Pero ya podemos ver aparecer los tópicos allenianos, construidos en tensiones: por un lado la crisis entre su típica muchachita herida, pero todavía con aspiraciones (como en “Magia a la luz de la Luna”, “Match Point”, “Vicky Christina Barcelona”, sólo para quedarnos en el “último ciclo” de su obra) contra la mujer madura que ve irse la vida sin concretar sus ilusiones, como una Jasmine proletaria; pero si Jasmine era Blanche DuBois, Ginny es una Emma Bovary, entre el recuerdo del teatro, el radioteatro y las revistas de cine: empieza a percibir su vida como una obra.

Mickey encarna al burgués bohemio y un poco irresponsable (no tanto como otros jóvenes en cintas previas), que se contrapone al “noble bruto”, representado por Humpty. En su cabeza también hay tensión: entre el amor carnal y el amor platónico idealizado. Como todo protagónico masculino, tiene que tener algo de alter ego del director: quizás esté en sus dilemas sobre la racionalización del amor, los mismos que Allen no supo definir cuando le preguntaron alguna vez por su relación con Soon-Yi Previn: “El corazón quiere lo que quiere (...) Estas cosas no siguen ninguna lógica. Conoces a alguien, te enamoras y ya está”.

Y está cierta recurrente “banalidad del mal”, o del daño, como en “Match Point” o “Blue Jasmine”: no contaremos nada aquí, pero pequeñas decisiones pueden ser definitivas en términos de destino, uno de los ejes de la cinta. Destino en el sentido de la tragedia griega clásica: cuanto más quiere alejarse uno de él más lo realiza. Cuanto más quiere Ginny emerger, más se hunde en lo mismo.

Sueños de juventud

En “Primeros materiales para una teoría de la Jovencita”, el grupo Tiqqun (autodenominado órgano consciente del Partido Imaginario) afirma: “A comienzos de los años ‘20, el capitalismo se da perfecta cuenta de que no puede mantenerse como explotación del trabajo humano, a no ser que también colonice todo lo que se encuentra más allá de la estricta esfera de la producción. Frente al desafío socialista, le será preciso socializarse igualmente. Deberá entonces crear su cultura, su ocio, su medicina, su urbanismo, su educación sentimental y sus costumbres propias, así como la disposición a su renovación perpetua. (...) Desde ese momento, la sociedad mercantil buscará sus mejores sostenes entre los elementos marginalizados de la sociedad tradicional (...). Los jóvenes, porque la adolescencia es el “período de la vida definido por una relación de puro consumo con la sociedad civil” (...). Las mujeres, porque es precisamente la esfera de la reproducción, que aún dominaban ellas, la que en ese momento se trataba de colonizar”.

Así nace la Jovencita como ideal, que se expandirá luego al resto de la sociedad, más allá de la mujer joven. O en pérdida de juventud: “La Jovencita es vieja ya por el hecho de saberse joven. En consecuencia, para ella todo radica siempre en sacar provecho de este aplazamiento, es decir, de cometer los pocos excesos razonables, de vivir las pocas “aventuras” previstas para su edad, y esto con vistas al momento en que habrá de sosegarse en la nada final de la edad adulta”. Como decíamos, ahí hinca el diente la cinta: Carolina puede ser más que una moza, Ginny parece condenada a servir ostras.

“La Jovencita no envejece, se descompone”, afirma Tiqqun, y podemos pensar en Ginny viéndose degradada exteriormente, cuando por dentro es aquella jovencita aspiracional del pasado, irritada por la competencia de una jovencita todavía aspiracional. “El amor de la Jovencita es sólo un autismo para dos”, acotan los pensadores franceses, y vemos la desconexión entre las percepciones relacionales de las tres puntas del triángulo romántico.

Luces y sombras

Como en casos anteriores, la realización está lograda en la reconstrucción de época, aunque los espacios están bien delimitados: el parque, la casa, la playa. Los planos abiertos de ambientación se vuelven cercanos para sostener las actuaciones en secuencias largas sin cortes, dejando que la química actoral fluya. Es destacable la presencia de la luz cambiante de la Wonder Wheel al anochecer, en especial en el dormitorio: así, con esa luz roja que vira al azul suave de a ratos, tendría que filmarse alguna vez la conversación del periodista y el coronel en “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh” (en ese caso era un cartel de Coca Cola). La música no está tan tematizada como en otros casos, pero se destaca la presencia de “Kiss of Fire” (“Beso de fuego”), que no es otra cosa que la versión anglosajona de “El choclo”.

El buen Woody nos invita a reconstruir su proceso de casting para los protagonistas: arriesgar qué película o programa de televisión vio para fichar a sus actores. Alguno dirá que en algún momento vio “Red social”, ya que eligió consecutivamente a Jesse Eisenberg y Justin Timberlake en cintas consecutivas; pero Timberlake tiene por momentos la ligereza de sus apariciones en “Saturday Night Live”. Y Jim Belushi parece aquí la versión trágica de su padre de familia en “According to Jim”: ya no causa gracia, quizás un poco de ternura en algunos momentos (alguno pensará que ese papel podría haber sido para Louis CK, pero no fue convocado esta vez).

A Kate Winslet parece haberla estudiado durante un buen tiempo, por lo que puede extraer de ella muchos matices, en un crescendo de alteración que quizás puede bordear el exceso sin caer definitivamente: la energía actoral de la británica es intensa y no es una pavada canalizarla. Del otro lado, Juno Temple estaba esperando una película donde asentarse y puede ser esta: su vocecita aniñada contrasta con la hondura de Carolina: el corazón dispuesto a pesar de todo.

Para muchos (quizás para usted, amigo lector) hubo algún verano que trajo la promesa de una vida diferente. Para la mayoría, el otoño trae la vuelta a territorio conocido. Afuera y adentro de la sala de cine.

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La llegada de Carolina (Juno Temple), la hijastra de Ginny, es la ruptura de la normalidad lo que desencadena la acción dramática. Foto: Gentileza Amazon Studios

Muy buena * * * *

“La rueda de la maravilla”

“Wonder Wheel” (Estados Unidos, 2017). Guión y dirección: Woody Allen. Fotografía: Vittorio Storaro. Edición: Alisa Lepselter. Diseño de producción: Santo Loquasto. Elenco: Kate Winslet, Justin Timberlake, Juno Temple, Jim Belushi, Tony Sirico, Jack Gore, Steve Schirripa y Max Casella. Duración: 126 minutos. Apta para mayores de 13 años. Se exhibe en Cine América.