Tribuna de opinión

Cristo y su Pasión salvadora

Antonio Camacho Gómez

Para unos puede parecer obvio, para otros ingenuo, para muchos inútil hablar de Él. Sin embargo hace más de dos mil años que su voz sigue vibrando en una convocatoria que implica una definición personal y social, y su vida es la luz del mundo y el que lo sigue no anda en tinieblas- se mantiene como abrevadero impar para esa sed infinita del espíritu que no sacia la carne, la ciencia, el poder.

No, no es obvio, ni ingenuo, ni inútil, aunque lo crean así los propugnadores del sofisma, los nihilistas sofisticados, el intelectualismo cavernario, los evolucionistas trasnochados, los paganos, los gentiles y los escribas de este ancho y ajeno mundo convulsionado, trastocado o envilecido, donde lo que es no es y lo que no es, es, contradiciendo a Parménides. Y en el que los derechos del hombre y el ciudadano, del niño y el anciano se conculcan una y mil veces, y la enfermedad, el atraso, el hambre hacen estragos en pueblos cuyos mandantes invierten sumas fabulosas en la adquisición de material bélico avanzado, en un remedo de potencia tan vano como pernicioso.

Hablar de Cristo es necesario, un imperativo de conciencia. Hoy quizá, más que nunca. Si es que consideramos al hombre hermano, aunque muchas veces sea lobo, aunque se disfrace de cordero y el “lavado de cerebro” no sea un mito. Porque Cristo, en este orbe de diferencias raciales, de encontradas creencias religiosas, de políticas interesadas, de negaciones y de crisis, aun entre sus “operarios”, está presente Dios y Hombre- y es la esperanza. La esperanza en una época roída por una angustia posesiva, por los sucedáneos de “tierras prometidas”, por la soledad en compañía, por la concupiscencia, lo temporal y la “desacralización” masiva y sutil de los valores sobrenaturales. La esperanza que hará al hombre realmente libre, solidario, sin ataduras que lo alienen, lo corrompan y lo tiranicen.

Jesús es azotado y humillado en el pretorio por Pilato, uno de los grandes cobardes de la historia; Jesús, coronado de espinas y ensangrentado carga el pesado madero por las sinuosas calles de Jerusalén; Cristo muere en la cruz la peor de las muertes según Tácito-, en la cima del monte de la Calavera. “Todo está cumplido”. Pero Cristo he aquí lo esencial- resucita, triunfa sobre la muerte y el pecado.

Su inmolación, deliberada, redentora, aún sigue conmoviendo a los espíritus. Pero su Reino no es de este mundo, y aunque como dice Teilhard “nada se pierde aquí abajo para el Hombre, nada del sufrimiento del Hombre” (Lettres, página 62), sólo por la verdad, que “os hará libres”, el amor y la imitación del Verbo encarnado, se podrá entrar en el Reino y establecer, aquí y ahora, un mundo de paz. El que quiere el Cristo crucificado y victorioso de estas jornadas memorables; el que se empecinan en no querer muchos de los poderosos de la Tierra.

Hablar de Cristo es necesario, un imperativo de conciencia. Hoy quizá, más que nunca. Si es que consideramos al hombre hermano, aunque muchas veces sea lobo, aunque se disfrace de cordero.