Crónica política

De la Jauja populista al esfuerzo republicano

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En plena crisis por el aumento del dólar, Mauricio Macri mantuvo una reunión de coordinación con todo el gabinete. El gradualismo practicado por Cambiemos va más allá de los ritmos de la economía y las finanzas. Foto: Télam

Rogelio Alaniz

Dicho con el humor del caso, muy bien podría pensarse que a los argentinos nos encanta jugar a ser argentinos. Por lo menos en los comportamientos cotidianos de la política, al adagio lo cumplimos al pie de la letra. Antes de ayer las jubilaciones, ayer la inseguridad, hoy los tarifazos y la subida del dólar. Y como se dice en estos casos: hay más fechas. Si no es la inflación, serán los accidentes en las rutas o la tristeza de los niños ricos. Cada uno de los episodios vividos al límite, como si el mundo se preparara para explotar. O como si el gobierno de Macri -para ser más preciso- estuviera a punto de explotar.

Los problemas en más de un caso son reales, pero no lo son las expectativas e intenciones que la oposición urde con ellos. No hay gobierno en el mundo sin problemas, pero sí hay en el mundo gobiernos que resuelven los problemas como nos enseña la vida todos los días: con costos, a veces con sacrificios, pero en todos los casos asumiéndolos, haciéndose cargo de ellos, no escondiéndolos debajo de la alfombra o mirando para otro lado.

Tampoco hay en el mundo que nos importa gobiernos que estén todos los días en el balcón anunciando la felicidad y la alegría. Un gobernante no es un empresario de pompas fúnebres, pero tampoco es un payaso contratado para divertir a los chicos. Una sociedad, cualquiera, incluso las más estables, atraviesan momentos de expansión y de crisis; de abundancia y de carencias. Imposible evitarlo. Lo que diferencia a una sociedad de otra no son tanto las soluciones que se prometen como la predisposición y el temple para afrontar las dificultades.

Por supuesto, estas sobreactuaciones profetizando tragedias institucionales de todo tipo no son inocentes. En política, se sabe, nada es inocente o casual. El mal humor social también se lo construye, se lo atiza. En la Argentina contemporánea ese sugestivo mal humor social posee identidad histórica. Tiene nombre y apellido. No lo voy a nombrar, pero supongo que todos saben de quién o de quiénes estoy hablando. Esa voluntad de transformar cualquier conflicto en el inicio de un incendio o en el desenlace de una tragedia no es nueva ni original.

Tampoco es nuevo ni original el deseo compulsivo de impedir que se consolide cualquier experiencia política diferente a la establecida por parte de quienes se consideran con el imperativo sagrado de un acto de fe, como la encarnación de la “voluntad soberana del pueblo”. Cualquier duda al respecto, repasar con los matices del caso lo sucedido con los gobiernos de Frondizi, Illia, Alfonsín y De la Rúa.

Pasan los años, a veces alcanza con que pasen unos meses e incluso unas semanas, y lo que parecía una tragedia, “la fin del mundo” como le gustaba decir al amigo de mi abuelo, se nos presenta como un conflicto menor o una dificultad habitual. Tengamos presente que los mismos que ahora profetizan una lluvia de desgracias para los argentinos son los que convocaron a un paro general porque un anciano se suicidó en Mar del Plata; o estaban dispuestos a organizar algo así como un juicio de Nüremberg por el asesinato y posterior desaparición de Maldonado.

Es verdad. El aumento de tarifas no es una buena noticia. La decisión es sin duda impopular, pero si queremos ser riguroso con las palabras, diría que es impopular pero no antipopular. Un gobierno que merezca ese nombre sabe que no está solamente para anunciar fiestas sino también para hacerse cargo del dolor, de la pena y del luto. Pero, además de las responsabilidades de los gobiernos, ya es hora que también la sociedad sepa que lamentablemente no vivimos en el país de Jauja y que un hombre que asuma la condición de ciudadano no debe ni puede dejarse tentar por los cantos de sirena de quienes en más de un caso son los responsables de sus actuales quebrantos y desdichas.

“Hay pobreza”, dicen los oráculos de populismo. Gobernaron la Argentina los últimos veinticinco años y ahora descubren que la pobreza llegó en un plato volador. “Hay inflación”, repiten los mismos que durante años la ocultaron. “Hay inseguridad”, insisten aquellos que en su momento la consideraron un efecto psicológico, cuando no alentaron y aplaudieron a jueces que dejaban a violadores y asesinos seriales en libertad porque consideraban que eran tiernas e indefensas víctimas de los horrores del capitalismo. “Este gobierno es frívolo, superficial...”, afirman los mismos que votaron por Scioli y hasta el día de hoy se desgañitan vivando a la abogada exitosa que no por casualidad es la dirigente con más votos en el proceloso y encrespado universo del populismo criollo.

El “tarifazo” y la disparada del dólar van a pasar como pasa el resfrío, el hipo y el dolor de cabeza, pero lo que no va a pasar es la tentación del populismo criollo por hincarle el diente y las garras al gobierno. ¡Le tienen unas ganas! No lo pueden disimular y tampoco lo ocultan demasiado. No se resignan a aceptar que en la Argentina un gobierno no populista no solo es posible sino también deseable. Tampoco se resignan a admitir que el ciclo histórico del populismo se está agotando en América latina y en muchos lados huele a cadáver.

Hay estudios muy bien fundamentados que explican que las condiciones económicas, culturales y sociales que hicieron posible el extravío populista se han evaporado y para felicidad de los pueblos es muy difícil que retornen. Los argentinos algo hemos aprendido acerca del sabor de ese amargo cáliz que en su momento lo presentaron como el elixir de la juventud eterna. Ni el país ni el mundo se orientan en la dirección de los “deseos imaginarios” del populismo. Podrá haber recaídas, tropezones, pesadillas fugaces, pero el populismo tal como lo hemos conocido en los últimos años no vuelve más.

La imposibilidad, cuando no la impotencia, del populismo para unirse no proviene solo de las ambiciones o el egoísmo de sus caudillos o las travesuras de los operadores de Cambiemos para complicarle la vida. Como escribiera mi amigo Alberto Ford, el populismo es una mayonesa cortada: se haga lo que se haga con el tenedor, con la cuchara o con la fuente, no se une más y no se une porque carece de objetivos históricos, porque es anacrónico y, por lo tanto, profundamente reaccionario. Y porque sus pretensiones van a contramano de las aspiraciones de las sociedades en el siglo XXI.

El gobierno de Macri no es perfecto, pero sus virtudes siguen gravitando más que sus vicios. Alguna vez el señor Perón dijo que el peronismo se mantenía no porque los peronistas fueran buenos, sino porque los otros son peores. Hoy, por esas sorprendentes acrobacias de la vida, el apotegma peronista se invierte: Macri no es lo mejor, pero los otros son peores. Basta escucharlos. O verlos. Herminio Iglesias hace treinta años quemó un cajón. Pues bien, sus herederos actuales queman una funeraria todos los días.

Algunos populistas se contienen, se emperifollan, mejoran el vocabulario, sonríen con dulzura y acarician los cabellos de algún niño, pero en la primera de cambio Drácula abandona su rol de caballero y el vampiro saca a relucir sus colmillos. No lo pueden impedir. Es como si de pronto el llamado de la selva los dominara y los extraviara. Entonces llega el momento en que a la voz de “aura” se deciden y “van por todo”. Y entonces la línea entre moderados y duros, ortodoxos y reformistas, buenos y malos, lindos y feos, honrados y malandras, desaparece, se desvanece y se funden en el “todo” populista.

El gobierno de Macri no es perfecto y me molestaría mucho que pretenda serlo o que diga serlo. La historia ha dejado amargas lecciones acerca de los gobiernos que se pretendieron perfectos; y las sociedades que creyeron en los aventureros que les prometían vivir en el limbo de la perfección y la felicidad eterna pagaron un alto precio por sus desvaríos.

No, el gobierno de Macri no es perfecto y, como no podía ser de otra manera, en una Argentina que desde hace más de setenta años vive inficionada del populismo ha interiorizado algunos de los vicios que se presentaron como el brebaje milagroso de nuestra sediciente identidad nacional y popular.

Es que el gradualismo practicado por Cambiemos va más allá de los ritmos de la economía y las finanzas, es también, y a veces en primer lugar, el tránsito esforzado, a veces agobiante, a veces esperanzador, desde la cultura populista a la cultura republicana.