Espacio para el psicoanálisis

¿Por qué necesitamos el amor?

Luciano Lutereau (*)

El amor es un problema. ¿Por qué no abolirlo? Si no hace falta, no es algo necesario, ¿por qué lo necesitamos?

Si el amor ocurre, si llega cuando menos lo esperamos, si no es necesario, pero aún así... ¿por qué del amor sólo podemos decir “aún” y no “siempre”? ¿No es el problema de nuestra sociedad, querer llevar el amor a lo necesario? ¿Dónde quedaron las canciones que decían “Nunca más me vuelvo a enamorar” o “No se puede vivir del amor”? Porque con el amor sólo se puede romper; porque sin abjurar del amor, sin esa denegación, no vuelve. El amor es lo que vuelve, nunca al mismo lugar.

El mayor síntoma de nuestra época es que ya nadie promete no volverse a enamorar, sino que cada quien quiere amar menos, regular intensidades, dosificar los sentimientos. La gran ilusión del poliamor, incluso, es hacernos creer que es “poli”, que somos muchos, cuando cada cual es el propio vigilante de hasta dónde quiere dar y cómo. La nueva moral del poliamor, que no es la propuesta del amor libre de los ‘70 (elaborada, por ejemplo, por Osvaldo Baigorria en su clásica novela “Llévatela amigo por el bien de los tres”), implica poca libertad, se basa más bien en el miedo a perder y al engaño como formas de asegurar el vínculo.

Sin embargo, en el amor no existe la traición. Quien se declara traicionado no hace más que confesar cuánto le cuesta soportar que el amor del otro no sea incondicional. ¿Queda otra opción que tratar de soportarlo? En el amor hay promesa y perdón, son los dos actos con que tratamos de llevar adelante la fragilidad del vínculo con quien amamos. La traición y, por lo tanto, la lealtad, en cambio pertenecen más bien a la política, que tampoco se basa en la incondicionalidad. Incluso en la política se promete más y se pide menos perdón. En toda pareja hay un poco de amor y otra parte de política.

En este punto, surge una pregunta: ¿cuándo fue que las mujeres dejaron de engancharse con el deseo de un varón (el de él) para enamorarse de su narcisismo (el de él)? No parece una buena elección: porque si el deseo de un varón es siempre traumático, al menos permite quejarse; mientras que el narcisismo termina en el maltrato, en el descarte, en lo que hoy llaman “psicopatía”. ¿Por qué ya no quieren ser “hinchas” y prefieren hacerse las superadas, si así terminan rodeadas de perversos? Si antes tuve que aclarar dos veces “el de él” es porque ahí está el problema. Se trata de la masculinización de las mujeres como resultado del empoderamiento.

El deseo y el poder son irreductibles. Aunque haya un poder de deseo y un deseo de poder. Pero lo cierto es que la ganancia en uno implica pérdida en el otro. Nadie menos deseante que el poderoso, nadie usa menos su poder que quien desea. Para ser deseante siempre hay que ser un poquito impotente (por eso la histeria necesita impotentizar al otro, para que desee) y quienes buscan el poder, lo pagan con su deseo: les encanta mandar, decir lo que hay que hacer, pero no les da el cuerpo para avanzar en nada. Son dos polos, deseo o poder, y cada quien está en una zona intermedia, más cerca de un extremo que del otro. Lo problemático es cómo en los vínculos contemporáneos el polo del poder se vuelve cada vez más prioritario y las relaciones se buscan preestablecer con códigos y reglas, con un debilitamiento mayor del erotismo. Por eso cada vez más encontramos teorías sobre psicópatas, perversos y manipuladores, porque eso es lo que obtenemos cuando renunciamos al deseo.

(*) Psicoanalista, Doctor en Filosofía y Doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de UCES. Autor del libro “Más crianza, menos terapia” (Paidós, 2018).