A propósito del último documental de Daniel Rosenfeld

Los tiburones de Piazzolla y el mito convertido en cuerpo

El film se construyó sobre la base de cintas encontradas con diálogos y testimonios de Diana y Daniel, los hijos de Astor. Sin endiosamientos sobre el creador de “Libertango”, Rosenfeld indaga las complejidades humanas del genial compositor y la relación con su familia.

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El afiche promocional del último documental de Daniel Rosenfeld, recientemente proyectado en Cine América.

Foto: Gentileza Digicine

 

Luciano Andreychuk

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Daniel Piazzolla, el hijo menor de Astor, llega a su casa, desempolva cintas magnetofónicas TDK y videotapes en VHS arrumbados en cajas llenas de polvo. Suena el bandoneón de su padre. Daniel empieza a escuchar, a ver y a recordar. Joder: recordar, esa maldita costumbre que tiene el hombre (como morir, diría Borges).

En las cintas, se escuchan diálogos entre Diana, hija mayor de Astor, quien le había pedido grabar conversaciones con él para escribir un libro biográfico sobre su vida. Diana era escritora. Falleció en 2009. “Yo nunca había tenido los huevos para escuchar esos casetes. La escucho a Diana y me pongo a llorar. No a mi viejo: a mi hermana”, se confiesa Daniel.

En “Piazzolla: los años del tiburón” (2018) el último documental de Daniel Rosenfeld proyectado en Cine América (en el marco de la Semana del Cine Argentino), la materia prima son esos diálogos grabados, “felices” videos familiares que a la postre no serían tan felices, entrevistas públicas. Un material de archivo íntimo sobre el más grande bandoneonista y compositor de tango del siglo XX, ese mito llamado Astor Pantaleón Piazzolla; sobre su contradictoria humanidad y la compleja relación con su familia (Daniel, Diana y su primera mujer, Dedé Wolff, madre de éstos).

Los tiburones son una metáfora. La voz de Diana suena como un ente espectral. En las grabaciones, Astor le dice: “Hay dos posibilidades: si yo no puedo sacar más un tiburón quiere decir que no puedo tocar más el bandoneón, y viceversa. Tengo que sacar una fuerza impresionante para las dos cosas, de pie. Tocar el bandoneón es lo mismo. Es todo un esfuerzo físico”.

Se escucha el sonido de un mar. Como cable a tierra, algunos golpean una bolsa de boxeo, otros hacen yoga, otros macramé: Astor se iba a pescar tiburones a una costa alejada de Uruguay, a veces solo, a veces acarreaba a su familia. Extravagante berretín.

La metáfora podría recalar en la vida misma del bandoneonista. Piazzolla, el tiburón luchando contra la miseria que vivió de pequeño en un barrio marginal de Nueva York; el tiburón dentellada tras dentellada contra el fantasma de su complejo físico por su pierna derecha. “Su pierna izquierda era un caño, la derecha muy flaquita. Y no le ibas a decir nada a mi viejo porque te comía el hígado, te mataba a trompadas”, rememora Daniel.

Piazzolla es quizás también ese tiburón mostrándole su filosa dentadura a la Vieja Guardia tanguera del ‘30 y del ‘40, una logia ortodoxa que decía que él no hacía tango. A propósito, una gresca memorable: Piazzolla convidando a un locutor a trenzarse a trompadas.

—¿Hola? -pregunta el periodista radial Jorge Julio Nelson.

—Ah, Piazzolla te habla, che. Escuchame, ¿qué te pasa a vos conmigo? ¡Vos estás haciendo una campaña destructora en mi contra!

—No Astor, no. Sólo digo que lo que hacés no es tango.

—¡Si el lunes volvés a hablar mal del octeto voy a la radio a buscarte! ¿Me oís? Y no va a ser para hablar precisamente.

Es Piazzolla ese tiburón acaso navegando hacia aguas lejanas, más prósperas que las propias: era más reconocido en el exterior que en su propio país.

Vicente “Nonino”

Astor creció en un barrio muy pobre junto a sus padres, en Nueva York. De niño convivió con gánsters, cafishos, malandros pesados. Su padre Vicente “Nonino” era empleado de peluquería. Detrás del local, juego clandestino. Fabricaba y traficaba alcohol en la época de la Ley Seca en Estados Unidos.

La relación de Astor con su padre fue especial. Lo veía a “Nonino” como el oráculo que le marcaba qué debía hacer con su vida. “Él creía en mí. Me hizo creer que yo era importante desde chico. Empezó a escribir la historia de mi vida. Me compró un bandoneón. A la noche, yo le tocaba lo que había aprendido en las lecciones. Mi viejo, de escucharme, se emocionaba”, narra el bandoneonista. En 1959, muere Vicente. Piazzolla vuelve a Nueva York y compone “Adiós Nonino”: convirtió el dolor en una obra maestra del tango y de la música contemporánea.

Astor, Dedé y Edipo

“A ver, Diana (otra vez, Astor a su hija). Tu mamá (Dedé) fue mi protección. Para que me haga la comida, me lave y planche la ropa. En lugar de tener una mujer, yo tenía una madre”. Otra vez esas cintas revelatorias llenas de pistas, de marcas de personalidad. Rosenfeld sabe elegir qué mostrar. Fueron horas y horas de grabaciones comprimidas en una hora y media de film. ¿Piazzolla tenía un Complejo de Edipo con su primera mujer? Freud no dudaría un segundo en afirmarlo.

Dedé le organizaba su vida artística. “Si mi vieja se enteraba de que en el Colón tocaban ‘La consagración la primavera’ de Stravinski, iba a comprar las partituras para que mi viejo siguiera cada instrumento. Eso hacía”, relata Daniel. Piazzolla tenía formación en música clásica: estudió con Alberto Ginastera, y se va a París a dedicarse exclusivamente a componer para orquestas sinfónicas. Nadia Boulanger, su gran maestra, lo devuelve al bandoneón. Ya nunca soltará su “Doble A”. El tango cambiará para siempre.

Astor, hombre proveedor, Dedé, mujer de casa sumisa. Familia, Propiedad, Prosperidad: viejos mandatos sociales judeocristianos (¿hoy perimidos?). Algo de eso tal vez. Rosenfeld deja entrever por una hendija esa posibilidad.

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“Si yo no puedo sacar más un tiburón quiere decir que no puedo tocar más el bandoneón, y viceversa”, decía Piazzolla.

Foto: Archivo El Litoral

Diana ¿y Electra?

El Complejo de Electra —algo así como un “enamoramiento” con el padre— asoma también en Diana. Ella se convierte en escritora. Le interesaba la historia de Astor: le pidió escribir sobre su vida (de ahí las grabaciones). Fue, al final, su biógrafa. A regañadientes al principio, el bandoneonista accedió. “Yo quería conocer cómo había sido de chico, de adolescente”, dice Diana en un tramo de los diálogos del documental. Terminará su libro biográfico, “Astor”. Su padre estará con ella en la presentación.

Pero ni a tontas ni a sordas: Diana admiraba a su padre en un inicio, pero rompe ese posible Electra al tomar distancia de él, y al confrontarlo. Ella era muy distinta a su Astor. Escritora, militante social y sindical, peronista de base, exiliada. No siguió los pasos de la música. Y nunca le perdonó a su padre haber cenado con otros artistas junto a Jorge R. Videla, en gala que convocó el jerarca de la última dictadura argentina. “Mi viejo no quería saber nada con ir, pero medio que lo amenazaron”, confiesa Daniel.

“Estás dando un paso atrás”

La cinta va y viene en el tiempo, no tiene linealidad cronológica de los episodios. Salta del “bolito” que hace el niño Astor en una película con Gardel a los ojos emocionados del bandoneonista en el mítico concierto que da en el Colón, con la Filarmónica de Buenos Aires, en el ‘83. Lo reticular del relato no hace perder lo que Rosenfeld quiere contar. Y Daniel es una pieza clave.

Daniel amaba y admiraba a su padre. Siguió sus pasos. Fue músico y tocó con Astor en el octeto electrónico (hoy el hijo de Daniel, “Pipi”, sigue el legado de su abuelo con Escalandrum, quinteto de jazz fusión). “Tocar con mi viejo fue lo mejor que me pasó en la vida”, se sincera Daniel. Pero cuando el octeto empezaba a sonar fuerte en el underground porteño —contra la vena inflamada de bronca del tango tradicional—, Astor Piazzolla (que no podía hacer nada parecido a lo anterior) lo disuelve y vuelve a armar un quinteto. Así, de un chasquido.

Recriminación de Daniel por el fin del octeto: “La única persona que le dijo a mi viejo algo espantoso fui yo: ‘Estás dando un paso atrás’. Esas cinco palabras significaron más de 10 años de silencio entre los dos”. (Se escucha una versión inédita de “La muerte del Ángel”. “¡Ahora!”, grita Astor arengando a sus músicos. Ese sonido es sublime).

¿Megalomanía?

Dicen que los genios de las artes universales se terminan de constituir por dos eventos: o por un fantasma torturador interior, o por la megalomanía. Van Gogh o Nietzsche, la locura; Poe o Jackson Pollock, el alcoholismo; Charlie Parker, la heroína; Borges, la ceguera. ¿Podría ubicarse Piazzolla en el segundo grupo, con los delirios de grandeza como su motor mental? Otra de las pistas que desliza el documental. El bandoneón y la música aparecen como su vaso comunicante con la idea de trascendencia histórica.

Dice Astor: “Este nuevo tango es totalmente distinto a lo que fue hasta hoy. Hay un cambio armónico, rítmico, es mucho más excitante”. “En el año ‘54 yo era un volcán, un tanque, eso era una revolución”, se autoelogia. El poeta Jacobo Fijman le pregunta a Piazzolla si amaba a Johann Sebastian Bach. “Sí, claro”, le responde. Fijman agrega: “Aquel que ama a Bach, ama la muerte”. La conversación revela eso: Muerte y Dios (o el Diablo), trascendencia y eternidad.

¿Megalómano?, antiarquetípico, volcánico, tiburónico: así de esdrújulo fue el mito piazzoleano, y Rosenfeld lo desnuda, lo deja ante el espejo de agua de Narciso, lo hace carne y cuerpo. Acaso también lo completa: un mito —como dispositivo sociológico— se constituye, finalmente, cuando hacen carnadura en él las complejidades y contradicciones humanas.