Tribuna literaria

Wilde y la Infanta

Miguel Ángel Gavilán

El 30 de noviembre de 1900 moría en el Hotel d’Alsace en París, Oscar Fingal O’ Flahertie Wills Wilde. En total soledad, olvidado de sus hijos que, luego del escándalo, pretendieron negar su apellido, del público que antes lo alabara y que ahora apuraba el desprestigio para sus piezas más sutiles y, sobre todo, lejos de aquél Alfred Douglas, el joven que lo había hecho hombre entre el escarnio y la locura de un amor.

Le quedaba, marcado en los actos, el resabio de su tránsito brutal por la cárcel. Dicen que comía acurrucando los brazos como si todavía los muros de la celda le limitaran los movimientos; que nunca entendió demasiado la alevosía de los juicios ni el delito de sodomía que se le enrostraba; que cuando lo llevaban a prisión donde escribiría la balada más genuina de un hombre enamorado, alcanzó a verse en los ojos de Constance Lloyd, la mujer que siempre estuvo en su desdicha.

Me permito recuperar una palabra que de tan usada ha caído en el desprestigio: la obra de Wilde exuda “elegancia”. El valor simbólico que amerita la finura en sus historias se instaura como un plus utilitario a la hora de entablar una crítica de clase. Ese buen gusto que de tan rotundo raya la ironía, ese mar de la apariencia donde personajes expertos en contestaciones floridas y cáusticas arremeten contra la hipocresía sin tapujos que busca tumbarlos, conforman un terreno en el que el amaneramiento formal desviste más de lo que oculta.

El lema es vivir para los otros que miran y opinan. La escritura se impone como vidriera intelectual desde la que los demás pueden observar(se). El escritor es el mejor hijo que le ha nacido a esa comuna de actores, el más avezado para mostrar verdades, el único habilitado para descorrer(se) la mascarada escénica que sobrevuela la vida. La idea es gustar para que el resto nos guste.

En “El cumpleaños de la infanta”, uno de mis cuentos favoritos, un enano se dedica todo el texto a agradar. Lucha por hacerse notable en medio del fasto de falsedad que es la Corte donde se festeja el cumpleaños de una heredera.

Un hombre-niño que cree enamorar y una niña adulta que conoce las artes del engaño, hilvanan la historia donde la infancia es el teatrillo en el que prosperan intrigas y egoísmos, copia proyectada al mundo de los adultos.

Pero lo más patético del texto es el objeto de la diversión. Una niña sin amigos, recluida en un castillo (la cerrazón donde se mueve quien pertenece), busca la risa a costa de lo distinto, de lo que se sale de su órbita, de lo que ella no es. La diversión pasa por ver la parte ruin del otro; lo gracioso radica en que el mirado no lo sepa. El enano que desconoce su fealdad comparte esa risa mientras trama amores prohibidos, se siente bello, se imagina en un pie de igualdad con la cumpleañera. Hasta llega a abrigar la idea de que un amor sincero es posible. La entrega a través de la diversión posibilita un sueño común: la infanta, el de salir, por un breve lapso de su castillo (de su pertenencia); la del enano, el de nacer en quien inventa una comprensión.

En un mundo de mentiras, la verdad es el peor enemigo. Descubrir y descubrirse componen dos epopeyas negadas. Ver es delatarse. Ante esa evidente desnudez queda romper el corazón que sabe, para regresarlo a su tan ansiada ignorancia.

Pero Wilde no se acongoja por esto del mentir y por eso su obra es curiosamente original. Su plan es presentar la mentira como el único destino del hombre. Nos enseña que sin engaño, la realidad se vuelve imposible. Lo falso, lo equívoco, es lo que hace cabalmente próspera la vida. Sin esos “secretos”, sin esos “enredos piadosos”, la rutina de existir se vuelve insoportablemente vacía, tan ruin como una cárcel donde no se descansa, donde se ve todo el tiempo los ojos de un enano, fijos en el espejo, o los de un joven bello como una princesa que se entrega una noche, y otra, y otra, hasta hacer del descubrimiento de la fealdad, una suerte de belleza.

-”En adelante, que quienes vengan a jugar conmigo no tengan corazón”.

El enano murió en París, en el Nº 13 de la Rue de Beaux Arts, con el corazón roto. En esos días “Bosie” releía este cuento y repetía la última frase como si fuera suya.