Crónicas sueltas

William Shakespeare: de Chacarita a Tucumán

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A Cristina le resultó imposible reducir su participación a un segundo plano, en primer lugar porque se siente la dueña de los votos y en segundo lugar porque si bien entregó el bastón de mariscal a Fernández, hay motivos para sospechar que se reservó para ella la corona.

Foto: Archivo El Litoral

Rogelio Alaniz

Se dice que el talento de William Shakespeare consistió en trasladar a los escenarios la representación del poder con sus luces y sus sombras, sus laberintos y sus encrucijadas, sus ilusiones y sus pesadillas. El poder como pasión, el poder como tragedia, el poder como fascinación y el poder como dominio alrededor del cual los hombres tejen la urdimbre de la historia.

El primer acto se celebró en el bunker kirchnerista de Chacarita alrededor de la medianoche del domingo y contó como protagonistas centrales a Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Axel Kicillof. En un segundo plano y dueños exclusivos de sus silencios estuvieron entre otros Máximo Kirchner y Sergio Massa. Invisibles, los gobernadores, a los que no les permitieron subir al escenario; invisibles, pero presentes, en ese laberinto de cortesanías, intrigas, traiciones y emboscadas que distingue la disputa por el poder.

El tono de la obra se exhibió en las primeras escenas. Los monólogos de Kicillof y Cristina le otorgaron a la ceremonia el ritmo deseado, mientras el flamante presidente electo, Alberto Fernández, se resignaba a soportar la arenga del joven gobernador, arenga expresada en un registro más cercano al de una asamblea estudiantil de los años sesenta que a las palabras que se esperan de un gobernador de la provincia más poblada y más problemática del país, provincia gobernada casi sin solución de continuidad por el peronismo y que lo que menos necesita es de improvisaciones patéticas estilo “tierra arrasada”.

Con expresión hermética y apenas disimulando la incomodidad de ese torneo de oratoria, a Alberto Fernández no se le escapó que luego de esta suerte de catarsis de sonidos y furias quedaba poco margen para ejercitar los tonos de la moderación después de un resultado electoral que el peronismo pronosticaba como arrasador y que estuvo muy lejos de serlo, como se lamentaran al otro día Brieva y Echarri leales al mito de un peronismo totalizador que representa la patria contra una minoría de agentes del imperialismo y la sinarquía.

Después de Kicillof, habló Cristina Kirchner, la mujer a la que Fernández le debe la presidencia de la Nación, aunque en política se sabe que las mejores deudas son las que no se pagan, como muy bien aprendió Eduardo Duhalde cuando un Kirchner recién llegado a Buenos Aires le enseñó que el poder se conjuga en tiempo presente y no está atado a las amabilidades de la gratitud.

A Cristina le resultó imposible reducir su participación a un segundo plano, en primer lugar porque se siente la dueña de los votos y en segundo lugar porque si bien entregó el bastón de mariscal a Fernández, hay motivos para sospechar que se reservó para ella la corona. Lejos de la modestia que desconoce y merodeando la soberbia que la cautiva, Cristina fue una vez más fiel a ella misma con sus prédicas habituales en las que abundan enemigos y leales, mencionados a veces de manera explícita y a veces sugeridos, como cuando se refirió a las virtudes de la unidad del peronismo, moraleja que Sergio “Ventajita” Massa escuchó con expresión helada, una gestualidad que habla a favor de sus condiciones actorales en tanto el otrora peronista renovador suele no abandonar la sonrisa y la expresión complaciente que ahora estuvieron ausentes porque probablemente estimó que desde el punto de vista de sus expectativas no había mucho que festejar, convicción que no logró alterar el ligerísimo y casi evanescente abrazo de Máximo Kirchner, tal vez porque “Ventajita” sospechó que el hijo le otorgaba a los abrazos el mismo significado que solía otorgarle el padre.

Cristina dejó claro en breves minutos que la protagonista central del acto era ella: ella apadrinó a tío Alberto, ella ungió a Kicillof y hasta se tomó la molestia de hacerle señas para que pusiera fin a su oratoria torrencial; ella le fijó agenda a Fernández, advirtiéndole lo que correspondía hacer con Macri, y ella dictó para todos clase de patria grande, unidad latinoamericana y toda esa retórica que sorprende por su anacronismo pero más aún sorprende por el entusiasmo que despierta en las almas simples y crédulas, en cualquiera de los casos, un lujo real por parte de la mujer que exhibe más de diez procesos y varios pedidos de captura, aunque, como diez días después dirá su delegado, está en libertad porque la protegió el peronismo, porque dispone de fueros y porque la justicia miente. Ni Catalina de Rusia se hubiera animado a tanto.

Según los protocolos, en estas representaciones teatrales el personaje más importante habla último, pero tal como se desarrollaron los acontecimientos, Fernández más que hablar último llegó último, de modo que el flamante presidente supo a pocas horas de haber sido electo que la reunión a la que asistió más que un festejo por su victoria fue la ceremonia de coronación de una reina, un anticipo de las batallas que lo aguardan para ejercer un poder que nunca se regala y mucho menos se comparte.

El culebrón de Chacarita explica la postal de Tucumán, el escenario levantado a más de mil kilómetros de Buenos Aires en el que Fernández jerarquizó al otro día sus condiciones de titular del poder, bendecido en la ocasión por gobernadores e intendentes. En la ceremonia menudearon abrazos, besos y palmas, congratulaciones que seguramente Fernández sabe que menudean porque el poder fascina y atrae (como la miel atrae a las moscas) a incondicionales e inesperados amigos. Shakespeare escribió los momentos más vibrantes de sus obras refiriéndose al abrazo y la puñalada trapera o a las zalamerías de los intrigantes con el poderoso, escenas que inspiraron en su momento a ese lector infatigable de Shakespeare que es Francis Ford Coppola que -dicho se de paso- si hubiera estado en Tucumán y con los primeros planos de Insfran, Zamora, Manzur, Magario y un par de esos dirigentes sindicales que solo el peronismo es capaz de crear, habría hallado inspiración para sus escenas más truculentas.

Atendiendo a las vicisitudes del guión, hay motivos para sospechar que tío Alberto no se resignará a ser el títere de Cristina y ella no renunciará al rol que supone le asignó Dios o la historia. Y quienes creen que sus tribulaciones de madre podrían retraerla, conviene tener presente que en los libretos de Shakespeare la relación familiar es más un soporte del poder que una debilidad. Y no olvidar que así como en su momento la condición de viuda le otorgó beneficios electorales evidentes, hoy su condición de madre sufriente peregrinado hacia La Habana, podría otorgarle satisfacciones parecidas.

Los capítulos más interesantes de la obra faltan representarse, pero por lo pronto no sería desatinado suponer que mientras Alberto Fernández deberá hacerse cargo de los rigores cotidianos del poder, Cristina se asignará el rol que Perón aconsejaba en estos casos: atribuirse todos los aciertos del flamante gobierno y delegar en Fernández todos los fracasos. Fernández, por su parte, asegura que él no es Cámpora, pero Cristina ha dicho a quien quiera oírla que no está dispuesta a ser Duhalde.

Cristina dejó claro en breves minutos que la protagonista central del acto era ella: ella apadrinó a tío Alberto, ella ungió a Kicillof y hasta se tomó la molestia de hacerle señas para que pusiera fin a su oratoria torrencial.