¿Quien dijo que la gente no gana partidos?

Aguantarían seguir toda la vida siendo campeones sin corona

  • Los hinchas no necesitan títulos, sienten que ninguna estrella es más importante que todo lo que hicieron, hacen y seguirán haciendo con tal de estar ahí para acariciarla con el alma.
Aguantarían seguir toda la vida  siendo campeones sin corona

39.226 hinchas sabaleros ingresaron a Paraguay para la final, una muestra más del amor incondicional de un pueblo que no entiende de estrellas.

 

Javier Díaz

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Cuando entregás todo hasta quedar vacío no hay lugar para los reproches. Con esa certeza habrán vuelto a sus vidas normales los muchísimos miles de hinchas que protagonizaron el éxodo sabalero a Asunción. Ellos son verdaderos campeones de Sudamérica aunque sus nombres no figuren en la chapita de ningún trofeo y sin importar que la angustia del resultado esquivo lo haga todavía difícil de entender para varios.

Nadie merecía levantar la copa más que aquellos que en realidad no iban a poder alzarla, ni aunque el Pulguita hubiera acertado el penal o Wilson hubiera definido, cuando la pelota se le fue larga con el partido 2 a 1, y el final hubiera sido otro. Porque aquellos que desandaron viajes interminables sabían que, si la historia hubiera terminado como esperaban, a la copa la habrían ganado ellos (y ellas, porque en el amor del hincha no hay distinción de género que valga), pero igualmente la levantarían otros, quienes los representan circunstancialmente dentro del rectángulo de juego.

Nadie lo merecía más que un pueblo que transformó un partido de fútbol entre dos equipos que no son precisamente los gigantes del continente, en el evento de trascendencia mundial que realmente fue. Nadie lo merecía más que quien pagó lo que no tenía para comprar su entrada y dejó lo que no debía para estar donde el corazón le mandaba. Nadie lo merecía más que quien se bancó un calor extremo y una helada lluvia torrencial con apenas unos minutos de diferencia. Nadie merecía levantarla más que quienes pasaron inverosímiles peripecias con el único deseo de estar presente en el momento en que la copa se acercara al cielo, aunque eso significara dejar que la eleven otros.

El fútbol, el destino y algunos otros factores que no es objetivo de estas líneas analizar, quisieron que el desenlace fuera distinto. Pero hoy no quedan dudas de que ese pueblo ganó su campeonato aunque la corona se haya ido a otra parte. El triunfo de cada integrante de ese pueblo fue hacer lo que hizo a pesar de todo, sabiendo que el dolor de no hacerlo hubiera sido infinitamente superior al que sintió cuando Dájome sentenció la historia en tiempo de descuento. Su victoria fue haber estado ahí como dignos embajadores de todos aquellos que (solamente en cuerpo) no se sumaron al traslado temporario de Santa Fe a otro país porque se quedaron en la patria propia para hacer fuerza a la distancia, por convicción, cábala o el motivo que fuera.

Ellos, que no iban a poder tocar la copa con las manos pero deseaban abrazarla con el corazón, tuvieron su gran conquista en la experiencia que los acompañará hasta el último de sus días. Y que recordarán cada vez que cuenten las horas que pasaron bajo el sol o la lluvia para retirar su entrada o la de alguien más, los kilómetros de cola aguardando para cruzar la frontera, las lágrimas disimuladas por el agua caída del cielo, el insulto al aire y el aplauso a pesar de la desgarradora desilusión.

Lo hicieron y lo volverían a hacer, aunque se hayan repetido —a veces mentalmente y otras a viva voz— “nunca más”, durante los casi 900 kilómetros que separan a la capital de Paraguay de la capital nacional de la pasión sabalera. Lo volverían a hacer aunque les anticiparan que Pellerano va a manejar el partido a su antojo, que Claus no va a parar el partido hasta después del gol de León y que el empuje del final no alcanzará para materializar el último milagro de Colón en esta Sudamericana 2019.

Lo harían y lo harán, porque si repitieron hasta el cansancio “nunca más” fue para intentar convencerse a ellos mismos de una mentira que se inventaron para mitigar su dolor pero que ni siquiera se creyeron por un instante. Más vale que lo harán, o mandarán a algún emisario, pero seguro que estarán. Y si no habría que preguntarle a los que estuvieron en Córdoba en el 93. ¿Cuántos tendrán el privilegio de aparecer —como partes indivisibles de un todo— en las fotos de los dos verdaderos hormigueros rojinegros que fueron aquel Chateau de Córdoba y esta Olla de Asunción? ¿Y cuántos tendrán el placer de volver a aparecer en la próxima, aunque se hayan jurado nunca más?

Por su puesto que lo harán, si su derrota no es fallar un pase, perder una marca, calcular mal un despeje o definir al cuerpo del arquero. Su derrota no es esa pero se hacen cargo igual y la sienten como propia, porque culpa de esa derrota no pueden disfrutar de la victoria que sí consiguieron, que fue por goleada récord y que puso a hablar a buena parte del globo futbolero. Su derrota no es esa, pero la asumen igual y se obligan a engañarse con ese falso “nunca más” cuando saben que el día que llegue una nueva oportunidad allí estarán, para pelearle de igual a igual a cualquiera y en cualquier cancha, y llevarse otro campeonato aunque el título después lo festeje el rival.

Lo hicieron y lo seguirán haciendo. Si es necesario volverán a llorar y volverán a levantar la cabeza para quebrantar ese juramento del “nunca más”. Porque se pueden bancar mil veces perder en la cancha, pero no soportarían abandonar ni una vez su partido. Sienten que ninguna estrella es más importante que todo lo que hicieron, hacen y seguirán haciendo con tal de estar ahí para acariciarla con el alma. Por eso se aguantarían toda la vida seguir siendo campeones sin corona. Alguien que se lo explique a los que dicen que la gente no gana campeonatos.