Luciano Andreychuk
[email protected]
Twitter: @landreychuk
Lustrabotas, "zapateros remendones", restauradores de muebles o reparadores de pelotas son trabajos que aún existen en la ciudad.
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Cuando Darío Rubén Torilla empieza a lustrar un zapato, más de uno en el bar deja de sorber el café para mirar ese ritual. Algo de agua para limpiar la superficie, el betún tradicional que se desliza despacio y prolijo y luego, el final: una arremetida de franela de jean, izquierda y derecha sin parar, casi violenta, sobre el cuero del calzado. Uno podría mirar su reflejo sobre el zapato. Torrilla es lustrabotas hace 30 años. Tiene familia, tres hijas, y vive únicamente de ese oficio.
Un joven se prepara para arreglar una pelota, de ésas que venían antes, de cuero. De ésas que si la cámara si pinchaba, se sacaba y se tapaba el agujero con un parche de bicicleta. De ésas, a las que antes, más antes que el mismísimo antes, se las embadurnaba con grasa animal para proteger las costuras.
Lustrabotas, reparadores de pelotas, zapateros “remendones”, restauradores de muebles antiguos, afiladores de cuchillos, tapiceros, machimbradores. La lista de oficios sigue y muestra otra faceta de esta época, que corre como mordiéndole los talones a un reloj imaginario, entre el vértigo de una vida “posmoderna” donde no alcanzan las horas para hacer todo, donde cada celular ya es una extensión de la mano, donde el consumismo manda: lo que se rompe no se arregla: se tira y se compra lo mismo.
Muchos de estos oficios antiguos han adquirido una lógica propia: no perecieron, sino que se adaptaron o aggiornaron a las demandas de clientelas limitadas, a sus hábitos cotidianos y a sus bolsillos. No es fácil adaptarse a los cambios permanentes de la sociedad actual. Pero se le sobrevive.
Zapatero a tus zapatos
Luiginna se llama enorme la máquina de costura de suelas bautizada así quién sabe por qué. En el taller de zapatos hay plantillas, pomadas de todo tipo, cordones colgados desde los estantes, y suelas, suelas apiladas sobre un mostrador. “Se ‘pucherea’, es la verdad. Pero hay gente que trae sus calzados rotos, y aquí se los arregla y punto”, cuenta un zapatero “remendón”, de los que quedan pocos, que por timidez pidió reserva de su nombre.
Hace 7 ú 8 años que se dedica a eso. Sus clientes no son muchos, pero son fijos. “Hay gente que está acostumbrada a mirar lo que compra, y que no tiene resto económico para reponer con algo nuevo lo que se le rompe. Y sabe que una suela se puede cambiar, entonces viene aquí. Pero depende de la ‘cultura’ de cada uno: hay quienes deciden comprarse un par de zapatos nuevos cuando sus viejos se pueden arreglar tranquilamente, y a eso lo respeto”, dice.
“Antes, el 90% de la gente llevaba a reparar sus calzados. Y era cada tres meses. Cuando es todo suela de groupon, se gasta. Y quien no lo hacía, era porque tenía el dinero para comprarse algo nuevo. La calidad de los calzados actuales es buena, y hay mucha más variedad, con buena terminación. Pero también hay zapatos malos: siempre depende de la fábrica que los hace, como todo...”, explica desde su experiencia. Luiginna seguía haciendo su mecánico proceso de costura de una zapatilla deportiva.
Franela jean
A Torrilla le dicen “el Mono”, cariñosamente. Así lo conocen los clientes cafeteros del bar de Recoleta donde trabaja desde que éste se inauguró. Hace tres décadas que se dedica al oficio de lustrabotas, y eso no le dará un diploma pero sí el mérito de que probablemente sea el mejor de la ciudad en lo suyo, de los pocos que quedan.
43 años, tres hijas, cobra módicos 25 pesos el lustrado, junta unos 300 pesos por día y sobrevive con eso. Él y su familia. Vive en barrio La Ranita, es decir lejos, muy lejos del bar donde trabaja. Los mozos lo conocen, los clientes lo respetan y lo ayudan. “Unas veces me llevan algo de ropa para mis hijas. Otras me pagan más de lo que cobro por lustrado. Y yo les agradezco, son muy buenos. Y le agradezco a Dios por tener trabajo”, cuenta a El Litoral.
Torrilla va con su cajón de lustrar al bar y arranca temprano por la mañana. Se toma un bondi a las 18 y llega una hora después a su casa. “Es así (explica como experto): primero le paso al zapato un poco de agua con detergente para limpiar bien el cuerpo del calzado. Dejo secar y después le paso betún o pomada clásica. Y después viene la lustrada con la franela, que sí o sí es de jean, porque es lo mejor”.
Para el “fulbito”
Jorge Varela afirma la pelota a reparar sobre su regazo, sus músculos se tensan y sus tatuajes se estiran. Tiene un taller de pelotas en barrio Candioti, adonde anexó la venta de todo tipo de productos deportivos. Lo llamativo es que recibe un promedio de 10 pelotas por día para reparar: de particulares, de escuelas —para las clases de educación física— y de clubes.
“Se arregla a mano, de forma casi artesanal. No es el fuerte el arreglo de pelotas, pero es la esencia, lo central de mi taller. Si se pincha la cámara, se pone el parche que se usa para las bicicletas. Si se rompe la cámara o la válvula, se cambia. Si se tajea el cuero, se cose. Pero se reparan, siempre”, explica el joven.
En la modernidad pareciera que muchos productos manufacturados son hechos para que duren un tiempo, se rompan y no puedan repararse. Es el caso de las pelotas nuevas, que son todas de materiales sintéticos, como PVC o similares.
“Supongamos que vas a un campito con tu hijo a hacer un ‘fulbito’, hay una rama puntiaguda o un hierro y la pelota se rompe. La tenés que tirar, no queda otra. En cambio la pelota vieja, si se tajea el cuero o si pincha la cámara, se puede reparar. Pero la diferencia está en la tecnología con que se hacen las pelotas de hoy: son mas livianas, tienen pesos específicos, tienen relieve, etc.”, marca la diferencia entre lo nuevo y lo antiguo.
Quizás la diferencia entre modernidad y tradición esté ahí: en lo primero hay mucho de “sintético” —pasajero, líquido, de corta duración—, y en lo segundo hay permanencia y durabilidad en el tiempo. En la línea que separa esas dos distancias epocales, los viejos oficios se adaptan y perviven.
La “era vintage”
Silvina y su marido, Martín Rava, le encontraron la vuelta al negocio de la restauración de muebles antiguos. Pudieron encaramarse sobre los hombros de la nueva “moda vintage”, es decir, que lo viejo está de moda. Pero lo que hacen en su local (Antigüedades y Reciclados Rava) es un trabajo artesanal y metódico.
Además de las antigüedades, restauran muebles y objetos antiguos, y hasta hacen muebles con cosas antiguas. “Restaurar un mueble lleva tiempo: por ejemplo, a uno que le falta la corona, se la hace y queda completo. Hay otros muebles a los que se les saca el lustre viejo, se los pinta de determinado color, a pedido del cliente, se le hace una pátina y se lo aggiorna a lo que es la modernidad. Pero sea lo que se haga, el mueble o lo que sea debe quedar como algo antiguo”, relata Silvina.
Con las viejas arañas de iluminación, el proceso de restauración es más arduo. “Se las limpia, se hace un pulido, se las restaura en su superficie y se cambian los cables de tela que venían antes. Eso se reemplaza por cableado nuevo. Es un trabajo complejo pero el negocio funciona, por suerte tenemos mucho trabajo. La gente está pidiendo estas cosas”, cuenta.