Por María Teresa Rearte
Por María Teresa Rearte
La Cuaresma que ya hemos iniciado es un tiempo litúrgico para profundizar la vida cristiana. Un modo de hacerlo es aprender a permanecer, como María y Juan, el discípulo al que Jesús amaba, junto a Aquél que en la Cruz consumó su propio sacrificio por la salvación de los hombres. (Cf Jn 19,25)
En línea con el pensamiento del Papa emérito Benedicto XVI en la Encíclica “Deus caritas est”, sobre el amor cristiano, quiero detenerme en la consideración de sus dos formas fundamentales: el “eros” y el “ágape”.
Eros y ágape
La antigüedad griega dio el nombre de “eros” al amor entre el hombre y la mujer, que no proviene del entendimiento o la voluntad; sino que más bien se le impone. Con el vocablo “ágape”, en una interpretación original propia del Cristianismo, se expresa el amor desinteresado que se da. Es oblativo y no busca obtener ganancia; sino que incluso se arriesga a dar hasta perder la vida.
El término “eros” designa el amor del que desea poseer al amado. Y busca lo que le falta. Por lo que podemos apreciar que el amor con el que Dios nos ama es “ágape”. Porque, ¿qué de bueno que no tenga ya puede dar el hombre a Dios? En cambio, todo lo que de bueno tiene la criatura humana es don divino. De modo que es la criatura la que tiene necesidad de Dios. Y se considera nada ante Él.
Según Friedrich Nietzche, el Cristianismo habría dado de beber al “eros” un veneno que no le produjo la muerte; sino que le transformó en vicio. De este modo el filósofo alemán expresó una idea difundida en la cultura, según la cual la Iglesia Católica con sus preceptos y prohibiciones convirtió en amargo algo que es lo más hermoso de la vida. Es decir, puso prohibiciones allí donde debía abundar la alegría.
Pero ¿es realmente así?, ¿que el Cristianismo ha destruido el “eros”? Recordemos que en el mundo precristiano, los griegos y también otras culturas, veían en el “eros” algo así como un arrebato, una locura propia de los dioses, que prevalecía sobre la razón, liberaba al hombre de limitaciones y lo llevaba a experimentar elevadas cotas de dicha.
Ya el Antiguo Testamento se opuso a esta forma de entender la religión, que contrasta con la fe en el único Dios. Pero eso no significa la aniquilación del “eros”, que es también expresión de la naturaleza humana. En este punto deseo aclarar que la moral tomista, en la que se fundamentan por lo general los documentos del Magisterio, no implica la destrucción de las tendencias naturales del hombre. A lo que se opone el Cristianismo es a la falsa divinización del “eros”, por lo que la Encíclica expresa que “el ‘eros’ ebrio e indisciplinado no es elevación, ‘éxtasis’ hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre.” (Nº 4)
Conviene también aclarar que la naturaleza humana no es un caos de tendencias y manifestaciones yuxtapuestas, sin orden ni jerarquía; sino que por el contrario requiere una disciplina y purificación. Lo cual no es envenenar al ‘eros’, sino sanarlo para que alcance su dignidad y su grandeza. Y se integre al uso de nuestra libertad y a la propia existencia, de las cuales el hombre es responsable.
No faltan quienes piensan que el Cristianismo desprecia la corporeidad. Y acepto que pudo haber algunos que tuvieran esas ideas. Pero reducir el “eros” al sexo, no es ningún reconocimiento de la dignidad del cuerpo. Por el contrario, es también un reduccionismo de la persona humana.
La fe cristiana ve al hombre como un todo en la unidad de cuerpo y alma, en la cual materia y espíritu guardan reciprocidad y adquieren nobleza. Y si el “eros” quiere elevarse hacia Dios, para esto se requiere un camino de ascesis, renuncia y purificación.
Sin duda que el amor es éxtasis. Pero no en cuanto arrebato pasajero; sino como un camino ascendente que lleva a salir del propio yo en la entrega de sí. Y aún más, en el encuentro con Dios. Por eso Jesús dice en el Evangelio que “el que quiere guardar su vida, la perderá; y el que la pierda, la conservará”. (Lc 17, 33) Palabras que no hacen sino descubrir el camino que siguió Jesús, que fue pasar por la Cruz a la Resurrección.
(Continuará)