Por Estanislao Giménez Corte
Por Estanislao Giménez Corte
@EstanislaoGC
I
Un hombre solo, en la “unánime” (1) noche solitaria, arropado únicamente por los etéreos personajes que expulsa su imaginación de a ratos, con el espíritu entibiado por alguna que otra infusión acorde a la nocturnidad, puede inventarse un destino al inventar una obra. Puede hacer para sí una mínima revolución interna; puede, desde intramuros, arrastrarla hacia afuera, exportarla, mostrarla, darla a conocer; puede, desde una habitación cerrada, mientras los otros duermen, construirse a fuerza de hercúlea y callada voluntad interior. Esa vibración de la mano caliente en la trasnoche llegará, tarde o temprano, a algún sitio; moverá alguna cosa, abrirá una hendija, cambiará algo.
El hombre sólo no necesita “aire, luz, tiempo y espacio” (2): no precisa becas, ni ser incluido en programa alguno, ni pertenecer al canon de ninguna academia, ni ser palmeado en los brindis de las zonas de Palermo; no necesita ser miembro de ningún club, ni formar parte de ninguna antología, ni aparecer en ningún suplemento de ninguna pretendida cultura. Sólo necesita, sí, de una persistente, una terca, una obstinada, una pétrea rutina: la de sentarse a escribir, todas las noches, cuando se acallan los espíritus nerviosos y los vociferantes demonios de la urbe; cuando la oscuridad susurra velados episodios posibles de atrapar a manos llenas, como quien pesca a tientas en un río generoso.
Escribir. En cuadernos. En computadoras. En libretitas. Y enviar. A concursos de aquí y de allá, con ansia del que apuesta, con la terquedad del toro que embate a su matador. Sabe -el hombre solo- que, en un altísimo porcentaje, sus escritos serán rechazados, ignorados, descartados, no leídos. Es la lógica de las cosas. Así ha de asumirse. Todos, los más grandes y los más chicos, fueron descartados una y otra vez. Eso es parte del arduo sendero del autor: exponerse a la disección de sus entrañas por gentes que responden a un supuesto mercado y a supuestas lógicas y a supuestas preparaciones. Pero sabe, también, que alguna vez va a acertar.
II
Mariano Pereyra Esteban (3) ha escrito en la soledad y sin siquiera pensar en la publicación, desde siempre; acumuló por años, en recónditos soportes y computadoras, novelas enteras y volúmenes de cuentos que verán o no la luz. En 2009 sucedió el latigazo: ganó el premio Rulfo de Cuento, organizado por Radio Francia Internacional. Luego llegó su primer libro: “Los Ferrodontes” (2011). Después se publicó su novela “Catorce Nueve” (Terracota Editorial de México). Y, en 2016, “Escorpio” fue ganadora del XX Premio de Novela Corta Salvador García (Alicante, España, premiada entre 500 manuscritos; publicada por la Editorial Aguaclara).
III
“Escorpio”, como todas las novelas, es muchas novelas. Es, primero, el retrato de una persona. Con un ritmo trepidante y seco, con un texto directo pensado desde el acontecimiento, dignatario de los narradores norteamericanos a los que ama, Pereyra Esteban asesta en esta obra una pintura de la curiosa existencia de Albano Di Marco, periodista en retirada, sujeto border al límite de sus fuerzas y de su paciencia; preso de una combustión interna que va hacia un posible estallido mediato. Este hombre, hosco, de rictus cínico, pareciera en combate perpetuo con la vida, si entendemos por ésta a la sucesión de trámites, a los trabajos, a las administraciones, a los pagos, a los ingresos, a las tareas por hacer, a las convenciones. Es la concepción misma de la existencia de lo cotidiano como una pesadilla (¿el taedium vitae?), como una piedra a arrastrar, como un lastre con el que cargar. Di Marco, cuyo metabolismo atravesado por la intolerancia y por la regurgitación absorbe los golpes permanentes de “la vida”, actúa como un boxeador contra las cuerdas que, sin embargo, se niega a caer. Da su pelea desde la desazón y desde la irritación y, en cuanto puede, responde, con manotazos al aire o una idea que -por ser siniestra- no deja de ser brillante. Es agresivo, malhumorado, pesimista, como guiado por la máxima sartreana: “El infierno son los otros”.
La novela es, también, una ácida mirada sobre el periodismo. “(...) se murió (...) y se murió de aburrimiento”, dice su personaje central. Es una radiografía sobre un oficio en decadencia o en reinvención permanente, en crisis al igual que el personaje, que se ocupa de “llenar” como un autómata páginas y lugares, sin ganas, ni pasión, ni interés, sin recursos a explotar, sin tiempo.
La novela es, agreguemos, un monólogo interior que lleva por acápite el “Cuaderno Inmundo”: notas al margen que el propio Di Marco deja sentadas en libretas que compra, como catarsis posibles, como voz que emerge de su yo profundo y a veces detestable (el ello freudiano, diría alguien): “Mi necesidad de escribir empezó cuando dejé de aguar el whisky”, escribe. Ésta y otras observaciones nihilistas o existenciales por el estilo, podrían pensarse -además- como un alter ego, extremista eso sí, del propio autor.
La novela es, finalmente, la concepción de una idea sobre la supervivencia. Un episodio que desata un giro rocambolesco (en el sentido de lo fantástico o extraordinario). “A partir de mañana tenemos que escribir el horóscopo diario (...) a vos te dejamos agarrar uno. Dale elegí”, le dicen a Di Marco. Elige Escorpio. Observamos, así, cuatro planos posibles: el personaje; el periodismo; el monólogo interno y la estratagema urdida por el sujeto en cuestión. Y, ahora sí, la aparición de Dr. Teerán. Los planos se abren como ventanas; cada una -causal o consecutivamente- representa un género en sí, un tipo de discurso, una tipografía, un diseño editorial sobre el blanco de la página.
IV
El cruce de los planos es característico de la pluma de Pereyra Esteban: las paradojas, las aporías (dificultad lógica insuperable) pero sobre todo el absurdo, caracterizan su estilo y son marcas o mojones de notable presencia en sus cuentos y novelas. Di Marco concibe y ejecuta un plan -una farsa o fabulación particular- que tiene como víctima al oficial de Justicia Teerán, que cree en el horóscopo ciegamente y determina su vida a partir de las predicciones que lee. La vida le cambia, dice, gracias a las predicciones de “El Faro”, que Albano escribe como una suerte de enloquecido cadáver exquisito y que para Teerán representan coincidencias, señales, indicios sobre su existencia. Este último suscribe: “(...) y hoy, con la vejez a dos pasos, sólo me despierto a la mañana para recorrer el caminito rutinario hasta el whisky nocturno”. Albano se justifica: “¿Debo considerar extraordinario el hecho de haber encontrado un tipo que sigue las sandeces que escribo como horóscopo?” (...) “Voy a convencer a un imbécil de que su deber es conseguirme dinero”, sigue. Teerán leerá en las páginas del diario: “Ayude a quien le implore (...) es seguir el designio de los astros”.
Así, estas vidas cruzadas en el desequilibrio, esta unión “de espanto”, se resuelve en un pacto extraño de conveniencia recíproca. Di Marco tiene, finalmente, el gesto de ayuda a Teerán (“los morlacos del otario”, diríamos) (4), quien queda desahuciado después de enterarse de la farsa. La locura de uno como salvación de otro. La fabulación del cínico sobre el cándido que, sin embargo, en un último gesto, se apiada de la insólita fe del oficial y le regala la calma, esa inasible sensación que sólo reconocemos cuando somos presa del temor y la pérdida. La fe es una cosa extraña: algunos la colocan en horóscopos, otros en instituciones, en partidos políticos, en personas. Quiénes seremos nosotros, que fingimos desconfiar de todo como pretendida superioridad moral, para juzgar qué cosa. ¿O acaso no querríamos tener alguna mínima fe caliente en la que zambullirse cuando la noche nos alcanza a la intemperie?
(1) El uso del adjetivo es utilizado a modo de referencia de “Las ruinas circulares” (1940), de Borges.
(2) Como en el maravilloso poema homónimo de Charles Bukowski.
(3) www.letrador.com y @mletrador.
(4) Fragmento de la letra de “Mano a mano” (1923), de Celedonio Flores.