Antonio Camacho Gómez
Antonio Camacho Gómez
Arturo Pérez Reverte es, junto con Javier Marías, seguramente el más popular de los novelistas españoles, autor de obras muy difundidas como “El maestro de esgrima”, las de aventuras del capitán Alatriste, sin contar las referidas, tan disímiles, a temas como el tango o los grafiteros, con los que vivió muchas horas peligrosas por su ilegalidad. Aunque en esto del peligro, ya tuvo dolorosas experiencias como corresponsal de guerra en Bosnia. Periodista cabal, hombre íntegro que se apartó como jurado del premio Planeta, el tercero más importante de España después del Cervantes y del Príncipe de Asturias, por las presiones vergonzantes a las que someten a sus miembros, incluso desde los poderes públicos, y miembro de la Real Academia Española de la Lengua. Sus opiniones tienen un valor que, compartidas o no, merecen exponerse. Como las emitidas contra los políticos, descalificándolos, y sobre la sociedad de su país y su refugio en la literatura ante tanta hipocresía, banalidad y materialismo circundantes. Algo que me remite al pensamiento del famoso narrador británico Martín Amis, autor de “La hoguera de las vanidades”, que abomina de una Inglaterra que ha perdido el rumbo histórico, sus mejores tradiciones, para sumergirse en la inmoralidad, la corrupción social, el chisme mediático, la frivolidad y los disvalores.
Pero volviendo a los políticos, lo rigurosamente cierto es que su prestigio, tanto en Europa como en América -sin obviar lo que acontece en Asia y África, mosaico de autoritarismos, embates populares, divisionismos religiosos que provocan miles de muertos y conflictos múltiples-, ha caído en proporciones alarmantes. Como el de los dirigentes sindicales, en mayor o en menor medida, según La Nación. Ello dio lugar, en su momento, a que el disconformismo generalizado promoviese levantamientos como el de los llamados “indignados” en distintos lugares, mientras que en otros la conducta ética y moral de sus líderes causare un impacto alarmante en la población. ¿Es necesario que citemos lo acontecido en Francia, Italia, Alemania, Gran Bretaña, España, Suiza e incluso los Estados Unidos, con desempeños reprobables y renuncias, vindicta pública para ejemplificar lo antedicho? Y en Iberoamérica, ¿cómo andamos? La coima o “mordida”, como la llaman los mexicanos, la corrupción, la facilitación del narcotráfico por intereses poderosos ligados a fuerzas que deben reprimirlo; los juzgamientos espurios, el enriquecimiento ilícito -en Brasil, por citar un caso, varios ministros debieron dimitir, el ex presidente Lula está detenido y hasta el actual, Temer, es cuestionado-; las mentiras abiertas o solapadas en los altos niveles gubernativos y los abusivos sueldos de quienes integran los congresos de donde salen leyes no siempre justas, son algunas de las muchas y criticables falencias observables en el ámbito político. Sin ignorar las influencias, con dádivas o presiones cualesquiera, sobre un periodismo que, aun con defectos, intenta mantener una postura independiente frente a otro sumiso al poder.
Naturalmente que hay políticos responsables, pero la realidad muestra, en general, gobierno tras gobierno, comportamientos de espaldas al pueblo que los votó, las promesas fallidas, recursos malgastados, con exclusión social y reparto inequitativo de la riqueza, las faltas sin sanción a reuniones trascendentes, la demagogia y el individualismo que busca su propio provecho.
Y pare usted de contar. Sí, la clase política, tan lejana de Tomás Moro, santo y canciller en la corte de Enrique VIII de Inglaterra, y hasta nuestro decente, maltratado y ejemplar Íllia -recordemos a la encarcelada ex presidenta de Corea del Sur- en latitudes cualesquiera está muy mal vista.