Por Carlos Mario Peisojovich (el Peiso)
Por Carlos Mario Peisojovich (el Peiso)
Soñé con mi Seño, con “la Seño”, aquella imborrable primera maestra, la única, la verdadera, pura, auténtica, una irrepetible Obra Maestra. La Seño nunca tenía el ceño fruncido ni cara de mal sueño. La señorita, mi señorita, era como una orgullosa aparición incuestionable y de indudable presencia omnipresente en nuestro antaño mundo escolar. Ella tenía hijos, marido y la comprobación que yo realizaba diariamente “in situ” que poseía, en sus bellos dedos a veces ásperos por la tiza, un anillo y un cintillo. Su cara era cara de esposa, de mamá y ama de casa, mujer de alguien y mamá de niños, era la señora del hogar sin lugar a dudas, pero nunca dejó de ser “señorita”.
Mi señorita, la Seño, siempre me elegía para bailar el Pericón “ta ta tan tatatata tan” pasito acá, pasito allá, yo recitaba a grito pelado las relaciones y ella miraba con sus enternecidos ojos, sabiendo a conciencia y hasta con inocultable orgullo, que había elegido al mejor de todos los actores y bailadores del Jardín (según mi mami, mi Seño fue la “culpable” de mi exagerado amor por mí mismo, egolatría, egotismo y todo lo que representa exagera damente mi peisonal manera de ver las cosas, jejeje, no cambio más). Indelebles recuerdos de mis primeros y cortitos pasos, enfundado en almidonado e impoluto guardapolvo blanco por la salita del recién estrenado “Chalet” del Jardín de la Escuela Normal San Martín. Mi señorita tenía la letra de señorita. Entre sus florituras de pizarrón nos enseñó a cantar “Aurora” (“audazeleva” en vuelo triunfal...”, “azulunala...”. “del color del cieeeelo...”) cantábamos poniendo voz de tenoritos y ellas de sopranitas. Nuestros cortos bracitos se extendían “tomando distancia” antes de hacer la entrada ordenada y en silencio... en silencio también y con el brazo bien alto, lo más alto posible para que se viera por entre los demás, era el pedido explícito para ir al baño, sin explicitar para qué íbamos, tampoco nos lo preguntaban.
“Señores padres” era el comienzo ineludible de cada nota ilustrada en su caligráfico estilo, que estampaba en el boletín o cuadernillo de tapa azul “araña”. Con altivez y cierta vanidad miraba a mis viejos cómo disfrutaban de las notas, en las que ella les contaba sobre “las cosas de su hijo Carlitos”... ¡qué linda era mi señorita!
En mi sueño de infante jardinero, lleno de pegote de engrudo casero, el sacapuntas, que devoraba lápices a un ritmo frenético, las minas eran parte de nuestro juego, las de grafito, las otras eran nenas, porque ni en silencio ni en pensamiento decíamos palabrotas.
De las pequeñas enseñanzas diarias, una de las que más seguí al pie de la letra fue la de respetar a los mayores; nuestros mayores eran respetados por el simple hecho de saber que ellos eran ya grandes. El respeto no era adulador ni con un rictus “olfa”, nuestro respeto hacia ellos, los mayores (nunca “viejos”), era auténtico y fundado en las costumbres que ellos mismos con sus actos enseñaban.
Garabatos que ahora y con una letra que año tras año empieza uno a reconocer como propia (por la etiqueta engomada de recuadro azul, donde mi nombre aparecía ya desgastado en tinta fuente y mi apellido brillaba por su ausencia), con esa irregular letra de cuasi párvulo, se lee una de las más sinceras y desgarradoras verdades que nunca dejarán de estar de moda, y que cada día se afirman y reafirman a través de los siglos: “Mi mamá me ama”.
Antes que mi sueño se termine con el ansiado sonido de la campana que nos llamaba a recreo, se multiplica de palotes y palitos, la ternura de los primeros años y los primeros amiguitos y compañeritos, esos diminutivos que con el paso del tiempo se agigantan. Sueños de escuela primaria con mi señorita, que era mía y era de todos, pero más mía que de nadie más... Sueño con señoritas de incandescentes guardapolvos blancos, ésas a quienes aún quiero y re-quiero, de las cuales creo y re-creo.
Hasta siempre mi querida señorita Matilde.