Por Carlos Mario Peisojovich (el Peiso)
Por Carlos Mario Peisojovich (el Peiso)
Sueños adornados con el etéreo fondo musical de chamamés, cumbias (suavecitas) y algún que otro tema rock nacional, que se deja escuchar a la distancia en la cercanía de un campito arrinconado al río en Rincón. Estoy soñando acariciado por la cálida y afectuosa cordialidad del vientito siestero de la tardecita rinconera en esta incipiente primavera. Unos pichichos flacos y carentes de todo parentesco con las estirpes caninas de rancio abolengo, vienen olfateando con exagerada cautela e indisimulable hambruna a ver si ligan algún hilito de carne o algo parecido... Ante la escasez de vituallas y sin alboroto, con ostentosa mansedumbre, se van perdiendo hacia el lado de Colastiné con soberbia displicencia y elegante orgullo, digno de pasarela canina de película propia de mi onírico Festival de Canes.
Llegando la tardecita, una hilera de coches se aproxima encabezada por una imponente 4x4 de cegador color blanco brillante. La paz rinconera se quiebra en inesperado alboroto, acompañada de los gritos alegres de la pibada. Sale afectuoso un saludo del lado del acompañante, sus finas y blancas manos regalan y arrojan alegres ósculos de reencuentro. Es ella: ¡Mafalda! (cualquier adjetivación con el incomparable personaje sería escasa).
Impertérrito, al volante, con su cuadrada testa gálica, frondosas cejas y ahora elegante barba cuidada al estilo CEO -aquéllos de exagerada solvencia-, don Manuel Goreiro, antes Manolito, reciente dueño de una importante cadena de supermercados de cuestionada reputación. La doble cabina de su camioneta se abre cual telón para dar paso a personajes con luz propia: Libertad es la primera en bajar, chiquita y diminuta contrasta con su agigantada personalidad que encandila a los presentes. De blonda y libre cabellera, sutil escote y generosos muslos que dejan apreciar sus audaces tatuajes en intrincados laberintos que nunca dejan ver la salida.
¡Oh! ¡Sorpresa! No es chiquita la que baja, es “la Chiqui” González que gentilmente seducida por la inteligencia y fino humor de Mafalda, no dudó ni un instante en aceptar que el astuto Don Manuel Goreiro la pasara a buscar por Rosario. Pasmada “la Chiqui” comentó que el bestia de Manolito, ahora Don Manuel, le había propuesto bestialmente y sin prurito, puro en mano -auténtico cubano (como todo respetable capitalista)- si cabía la posibilidad, poder comprar el Monumento a la Bandera, el Puente Colgante y el Pino de San Lorenzo.
En mi atropellado sueño, llegan felices los coches que transportan a la familia de Marcos Camino, Cacho Deicas, su hijo Matungo, Miguel Ángel Morelli, Rubén Carughi y Gabriela Roldán. Tras afectuosos y disonantes saludos de ocasión y mientras las brasas aun prendidas nos invitaban a compartir unas frías cervezas santafesinas, nuestros cuerpos pedían a gritos y suspiros que el bailongo comenzara, sin postre y sí con bombones asesinos.
Extasiada y de la mano de Libertad, sin dejar de bailar, Mafalda se acercó y susurrándome al oído me dijo: “Peiso, mirá si en lugar de tropas el mundo estuviera lleno de músicos, sería una maravilla”.
Don Manuel, reitero, antes Manolito, reacio como siempre a la música pero con histriónico interés en “la Chiqui”, sacó a bailar a la ministra quien agitando pañuelos disfrutaba de chacareras acompañadas del bandoneón de Los Palmeras, el trombón de Rubén Carughi (esta vez sin la sinfónica), las voces de Cacho Deicas, de Morelli y Gabriela, bien acompañada por la base de cuerdas de Matungo. Asomando la madrugada, Mafalda nos mira con lujuriosa ignorancia mientras juega con sus pies descalzos sobre el pasto rinconero, arenoso; húmedo y tibio como las espaldas de las guainas tras pegar unas cuantas vueltas a la pista polvorienta de los bailes de la costa.
Y llegó la madrugada y el final de mi peisadilla, encuadrada de viñetas y con un “sniff” dentro del globo Mafalda se despidió... Esta historieta no es tan lejana, es de a Quino más.
Asomando la madrugada, Mafalda nos mira con lujuriosa ignorancia mientras juega con sus pies descalzos sobre el pasto rinconero, arenoso; húmedo y tibio como las espaldas de las guainas tras pegar unas cuantas vueltas a la pista polvorienta de los bailes de la costa.
Estoy soñando acariciado por la cálida y afectuosa cordialidad del vientito siestero de la tardecita rinconera en esta incipiente primavera. Unos pichichos flacos y carentes de todo parentesco con las estirpes caninas de rancio abolengo, vienen olfateando con exagerada cautela e indisimulable hambruna a ver si ligan algún hilito de carne o algo parecido...