J.M. Taverna Irigoyen
J.M. Taverna Irigoyen
A Domingo Sahda lo ha seducido siempre la forma figurativa. La que esconde algo, la que testimonia y convoca. Si bien no le ha sido ajeno al universo de la abstracción (prueba de ello, su fugaz paso por el grabado), la figura humana focaliza la mayor parte de una obra diversa, inconformista, a veces de tono agresivo: de tan apasionada y vital.
Sus protagonistas -porque de ello se trata- pertenecen al escenario de todos los días, con sus vínculos y sus vidas imaginadas. Personajes dulces y grotescos, a los que, a veces, sólo haría falta darles una vuelta de tuerca para que hablaran, para que entreabrieran un poco más las piernas o tocaran nuestras manos. Personajes muy pintados, sin afeites de convencionalismos, que patentizan a un ser y un estar de determinadas consecuencias sociales y humanas. A veces, aparentemente, salidos del underground, y sin embargo: carne de una naturaleza palpitante y caliente, sensual y pródiga, de tan carnal. Sahda los trabaja desde adentro, qué duda cabe, y les insufla una representatividad profunda y a la vez maquillada con cierto histrionismo cómplice. ¿Complicidad de qué? De trasfondos dramáticos, de desdoblamientos sensibles, de pasiones y ficciones eróticas.
En ellos, con ellos, está Sahda de pie. De cuerpo entero. Resolviendo plásticamente una metáfora de vida o, más simple y llana, una medida del cuerpo social que representa cada historia de cada personaje. Sin ser narrativo, el artista nos permite entrar a algunas vidas en calidad de voyeur. Y lo hace con tintas precisas y, sobre todo, honestas. Sin falacias ni usurpaciones. Así, a lo largo de casi cuarenta años, hemos compartido con él -pinturas, dibujos, cerámicas, esculturas, objetos, grabados- toda una secuencia de formulaciones, de períodos, de series, en las que su mirada ha intentado des-cifrar determinado motivo/acción/paisaje social/documento histórico. El ha estado ahí para testimoniar. Silenciosamente. Y sin embargo, obvio es reconocerlo, ha estado ahí y desde su taller ha dado a cada escena su propia interpretación, su clímax, su pathos.
La última muestra 2003 en el Museo Municipal de Artes Visuales, de Santa Fe, ha significado un reencuentro sin sorpresas. Sin embargo, Sahda acerca en la misma (no exhibe) otra mirada de un universo en convulsión. Están sus cerámicas -frenéticas de humor, envolventes de poesía- jugando una suerte de comparsas en las que acompañan y son acompañadas por un slogan, por una convocatoria o una denuncia. Son rostros, son cuerpos, son piernas y senos bien puestos, con todas las letras. Su materia palpita. Y los pigmentos (desde los blancos hasta los rojos, azules y amarillos) abren una sinfonía cromática de a ratos estridente, que no lo es sino en función de su propio quantum alegórico.
Rojos y timbrados azules que desarrollan una dinámica de síncopa, de plano que se multiplica. A veces, Sahda lo elabora como un friso, a la manera de un políptico. Y en tal grado, sus estructuras devienen articulaciones, en la cual -entre un color y otro- los bastones se engarzan entre sí y juegan un redoble visual que genera sugerentes desciframientos y asociaciones plasticistas.
Dios crea geométricamente, decía Platón. Porque la geometría está en todos lados y hasta Cézanne lo reconoció y se arrodilló a su paso. Pero Sahda sabe que su geometría es otra, que goza de una abierta libertad. No el cuerpo limitado y perfecto porque sí, sino aquello de esa abstracción geométrica o de ese orden geométrico que me sirva y al cual pueda impulsar mi propia visión, mi propio impulso.
Es en este ángulo conceptivo en el que hoy está parado Sahda. O que aparenta estarlo, ya que, como artista y como teórico obedece a un permanente inconformismo. (La pasión de crear debe estar siempre, indisolublemente, ligada a ese sano inconformismo. Que no es autocrítica, tan sólo). Y si bien los personajes no desaparecerán nunca de sus planos, de sus espacios compartidos, y el goce de amasar la materia no lo abandonará en el próximo medio siglo, él sabe muy bien que su propia persuasión en el humor, su avidez por lo vital, su condición de hombre libre, son y continuarán siendo el cimiento de su creación futura. El motor para no ceder, para no claudicar, para no callar lo que nos grita. Lo que a veces nos susurra.